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ficcion en cadena

‘El share y la separata’ (6): ‘La separata’

Eduardo Ladrón de Guevara, guionista de 'Cuéntame cómo pasó', concluye su relato. Hoy, el protagonista reacciona a la bronca de un actor de televisión

Ilustración de Raúl Allén y Patricia Martín.
Ilustración de Raúl Allén y Patricia Martín.

-A ver si lo comprendes -y ahora me habla empleando un tono doctoral que no admite réplica-. Si yo no aparezco, la serie no interesa, la gente se aburre, coge el mando a distancia y cambia de canal. La serie soy yo, por si no te has enterado.

Pero yo no respondo porque estoy hipnotizado por el pelillo de la nariz: es tan largo, tan delgado, tan cimbreante… Me gustaría tener a mano una pinza de depilar, acercarme a él furtivamente mientras habla y, de un tirón certero, ¡zas!, arrancárselo. Pero no lo hago y le sigo oyendo hablar sin prestarle atención.

-Así no podemos seguir -dice, aspirando el humo, mientras la ceniza se curva peligrosamente-. ¡Esta separata es una mierda y perdona que lo diga así, pero al pan, pan y al vino, vino!

¿Cuántas veces habrán dicho hoy que todo lo que escribo es una mierda? Por lo menos seis, ni me acuerdo. Ya me estoy hartando.

Y todo sigue igual: la ceniza que no cae, el pelo de la nariz que tiembla como un junco, la nevada que se espesa, y su voz que es una salmodia:

-Esta separata no sirve -y la rompe lentamente en pedacitos-. ¡Es una, una…!

Y como no da con la palabra adecuada le echo una mano:

-¿Una mierda?

-¡Exactamente, una mierda! -puntualiza-. ¿Pero tú sabes la audiencia que hemos hecho?

No le contesto, porque en estos casos lo mejor es callar y dejar que pase el tiempo.

-¡Un nueve por ciento! -estalla con indignación-. ¡Yo no puedo estar en una serie que hace un nueve por ciento y, para terminar de arreglarlo, tú me traes una separata que es una vergüenza!

No le respondo y le dejo hablar. ¿Qué voy a decir?

-¡La audiencia sigue bajando, hay que hacer algo para remontar! ¿Lo comprendes?

Yo sigo sin abrir la boca pendiente de la ceniza que se obstina en no caer.

-¿Me has oído? ¡Que si me oyes!

Pero no le respondo porque estoy calculando cuánto más tiempo aguantará la ceniza sin precipitarse al vacío. ¿Un segundo, dos, tres, toda la vida?

Y en el instante mismo que la ceniza va a caer, me levanto y cojo un cenicero de cristal azul, donde la estrella echa la ceniza, dejando ver sus uñas primorosamente lacadas.

No fue premeditado, lo juro. Fue visto y no visto, un pronto. Ahora, al recordarlo, no le encuentro explicación. Yo creo que el cansancio tuvo mucho que ver. Es que me encontraba agotado, en serio. Exhausto.

Bueno, pues eso, que sin pensarlo estallé el cenicero en su cabeza, primero en la frente e, inmediatamente después, en el occipucio. Yo siempre pensé que un cráneo no se podía partir así como así, imaginaba que resistiría más, pero qué va, se quebró como si fuera el cristal de una claraboya al pisarla por descuido. Es verdad que le clavé el cenicero con fuerza, eso tengo que reconocerlo, pero a mí me parece que tampoco fue para tanto.

Lo que mejor recuerdo de aquello no fue ni el gesto de sorpresa que me lanzó, ni el alarido de dolor que dio, que debió ser parecido, por lo que he leído, al de Trotsky cuando Ramón Mercader le hincó el piolet. No, lo que tengo más vivo en la memoria son sus sesos que, al quedar al descubierto sin la protección del cráneo, parecían hervir al baño María, agitándose, tal vez, aún, con un hálito de vida.

Y hay otra cosa que no he olvidado: las hojas de la separata allí tiradas en el suelo, más mustias que un share del nueve por ciento.

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