_
_
_
_
_

“Quise escribir algo erótico”

El autor argentino siente que, después de 40 años publicando, “las cosas pueden empezar a mejorar”, y habla de persistencia

"Se ve que no soy del todo famoso; a los escritores famosos les preguntan qué desayunan y a mí siguen haciéndome preguntas difíciles", ironiza César Aira (Coronel Pringles, 1949), ante una de mesa de un ruidoso pizza-café del barrio de Caballito en Buenos Aires, que él mismo ha elegido para este encuentro. Aira habla bajo y las entrevistas no le gustan. No las concede desde hace años a medios argentinos, a pesar de que su obra, que ya roza el centenar de títulos, su influencia en generaciones posteriores de autores y su prestigio han crecido exponencialmente desde los 90. La velocidad narrativa, el realismo delirante de sus historias, su uso de la propia vida para hacer ficción y su amor por la paradoja, entre otras señas, son esenciales para explicar mucha de la joven literatura argentina.

Nominado recientemente al Man Booker Internacional, quizás el premio más prestigioso para escritores que publican en inglés, y galardonado en noviembre de 2014 con el Roger Caillois, que se concede a escritores latinoamericanos por el conjunto de su obra, el autor de Cómo me hice monja ha dejado de ser "el secreto mejor guardado de la literatura argentina", rótulo que acompañó la aparición de sus primeros libros en España. ¿Qué cambió? "Quizás la persistencia. Bioy Casares les recomendaba a los jóvenes no desalentarse y seguir publicando durante 40 años", reflexiona. "Bueno, yo llevo 40 años publicando, así que las cosas quizás empiezan a mejorar. De cualquier manera es muy secundario, para mí el placer de escribir lo es todo". Como fuera, no está de más recordar que Carlos Fuentes le vaticinó el Nobel.

Su nueva novela, El santo (Literatura Random House), inaugura en ese sello la Biblioteca César Aira, que recuperará algunas de sus mejores obras. Desopilante relato ambientado en la Edad Media y protagonizado por un monje que se ha pasado décadas haciendo milagros en un pueblo de la costa catalana, la historia se acelera cuando ya anciano decide volver a morir a su Italia natal. La región ve peligrar su mayor fuente de ingresos y contratan a un mercenario para matarlo. El plan fracasa, el monje huye y vive aventuras increíbles, que lo llevan a África.

Nunca quise escribir novelas realistas. Si lo dije alguna vez fue para hacerme el vivo César Aira

"El origen es una historia real", cuenta Aira. "Borges decía que no hay idea tan absurda que no se le haya ocurrido alguna vez a un filósofo y yo agrego que si hay una idea tan absurda que ni siquiera un filósofo se le ha ocurrido, se le ocurrió seguro a un teólogo. Lo encontré en un libro: un personaje con fama de santo en la región de Cataluña, de origen italiano, tal como lo relato al comienzo. A él lo mataron. Yo me apiadé. En parte para que la novela no terminara demasiado pronto."

De milagrero a ser vendido como esclavo, al protagonista le pasa de todo. "Lo de los esclavos lo tomé de Gracias, una novela de Pablo Katchadjian. Es genial, Pablito; hago bien en copiarme de él. No creo que me acuse de plagio", bromea Aira, quien ha apoyado públicamente al joven autor argentino, procesado en una querella penal presentada por María Kodama, viuda y heredera de Borges, por su reescritura ampliada de El Aleph. "Ya lo sobreseyeron dos veces; confío en que lo harán de nuevo. No hay dos sin tres". Aira mismo reescribió tempranamente a Borges en Las ovejas ("él se hubiera reído, pero además, en ese momento Borges estaba casado con Elsa Astete, que era más inofensiva").

El aprendizaje del mundo que mueve El santo, casi una Bildungsroman de la tercera edad ("es bueno eso y hay un pequeño chiste allí porque le di al personaje mi edad al escribirla: 64 años. Aunque es cierto que hoy la juventud ha avanzado hasta niveles octogenarios como lo demuestra Vargas Llosa"), se concentra en una frenética semana de peripecias con un ingrediente novedoso: un mayor detenimiento en las emociones del protagonista, que vive, incluso, una historia de amor. "Quería hacer algo un poco erótico", explica Aira. "Hace poco estaba en una librería; había dos muchachos conocidos míos hablando de mí y uno le decía al otro 'lo que pasa es que en las novelas de Aira no hay sexo'. Ahora van a ver, me dije. Y me propuse hacer algo distinto."

Inagotable máquina de imaginar ("pronto saldrá La invención del tren fanstasma, tres poemas en prosa sobre la macroeconomía"), desde la publicación de Moreira (1975), Aira ha publicado casi una centena de títulos entre novelas, relatos y ensayos ("me siento más cómodo en la ficción; empecé a escribir ensayo para aclarar un poco las ideas y organizar el discurso, pero siempre obligado, como un desafío"). Odia, sin embargo, que lo cataloguen de escritor prolífico: "Parece que les molestara que escriba y en realidad, mi obra completa entraría en dos novelas de Joyce. No es tanto para escribir durante 50 años."

Lee un libro por día y traduce cada tanto, "para ocupar el tiempo". "Soy de esos rarísimos escritores a los que les gusta escribir. Escribir, dijo Stendhal, es un placer denso y profundo. Él lo contrastaba con la lectura, que es un placer más superficial, no por eso menor. Me siento muy identificado con eso. Todos los días escribo una paginita a mano. Antes terminaba algo hacía alguna corrección o nada y se iba a la imprenta. Ahora hay una exigencia mayor. Es la cosa narcisista, quiero mantener mi prestigio."

Pregunta. De todas las peripecias que corre su protagonista, enamorarse es la más intensa. ¿Ha sido el amor también la aventura más profunda de su vida?

Respuesta. Sí, puede ser. No quiero ponerme sentimental. Hay cosas que no entran en mis libros. Por ejemplo, mi amor por los niños; ahora voy a tener un nieto. Y para mí son lo máximo de la humanidad. La decadencia del ser humano empieza a los 6 años porque se pierde esa elegancia maravillosa que tienen los niños, la creatividad. Uno ve un chico de 4 años y es todo gracia, inteligencia, atención. Pasan 10 años y se transforma en un adolescente estúpido, distraído, maleducado. Es como una crisálida al revés: no sale una mariposa sino una oruga. Eso nunca ha entrado en mis libros.

P. ¿Y la Argentina? ¿Cuánto de lo desopilante que la crítica encuentra en sus historias es simple destilación de la realidad? El programa "Poligamia para Todos" de los Sultanes de Garabaña, suena a medidas del kirchnerismo que socializó desde el fútbol hasta los electrodomésticos.

R. Tomé el eslogan. Pero los argumentos con los que se puede justificar la "Poligamia para Todos" provienen de un libro de antropología y se desarrollan en la novela. Me gustan esas ideas un poco raras que hay que justificar con algún argumento matemático o lógico. Siempre necesito esas dos cosas: por un lado, lógicas ligeramente irracionales, juegos de ingenio, y por otro lado, algo que tenga que ver conmigo, aunque no sea autobiográfico. Sin ese juego de inteligencia caería en el sentimentalismo, en el patetismo, en la confesión, tonos que no me van.

P. ¿Qué es lo suyo en este libro?

R. Tiene mucho de roman á clef. Las conversaciones en lo de Abdul Malik, el comerciante que compra al santo como esclavo, son las que tenemos en La internacional argentina, la librería de Francisco Garamona, con todos sus personajes y sus tertulias. La librería es un refugio al que voy siempre, como antes a Belleza y Felicidad, que cerró. La vida va tomando su curso, los amigos de la vieja época se ven menos y con los jóvenes hay algo de vampirismo: buscar sangre joven, gusto, energía. Han sido muy importantes para mí; para todo solitario la amistad es muy importante.

Siempre necesito, por un lado, lógicas ligeramente irracionales, juegos de ingenio, y por otro lado, algo que tenga que ver conmigo, aunque no sea autobiográfico. Sin ese juego de inteligencia caería en el sentimentalismo César Aira

P. Uno sale de sus novelas con la sensación de que cualquier cosa extraordinaria puede suceder a la vuelta de la esquina.

R. A mí no me pasa. Soy un escéptico que va caminando al nihilismo. Pero puede que yo busque en la literatura un contraste. Tengo una vida familiar tan apagada, tan pequeño burguesa que vuelo por el lado de la imaginación. Además, creo que la literatura hay que hacerla divertida. Nunca entendí a los escritores profesionalmente pesimistas a lo Thomas Bernhard. ¿Para qué? Un poeta, hace muchos años, me dijo que lo importante en la literatura es el "tragicismo", pero eso te lo dan en bandeja todos los días. Por supuesto, hay casos y casos. Puig es un escritor trágico, pero hay algo "miliunanochesco" en él que le da un brillo a eso. O Kafka que es para mí el más grande de todos.

P. ¿Por qué?

R. Kafka es maravilloso, es completo, es el más grande. No sé cómo explicarlo, sería un mal crítico literario. Hay cosas que le envidio a Kafka... la perfección.

P. ¿Percibe diferencias entre cómo se lee su obra en Europa y Estados Unidos y en la Argentina?

R. No, me comentan más o menos lo mismo. La crítica escrita es bastante decepcionante porque nunca va a la fábula, al gusto por el cuento, por la historia, sino a los elementos más ideológicos. Hace poco se publicó en la Argentina, una novela que había aparecido en México, La princesa Primavera. Y las reseñas hablaban de por qué hay una primera parte en que la princesa se gana la vida traduciendo best-sellers. Yo celebro otro tipo de comentarios: una estudiante en Francia, hace años, me contaba cuánto le había gustado el arbolito de Navidad, lugarteniente del General Invierno, que viene a atacar a su sobrina La Princesa Primavera. El personaje es un verdadero arbolito de Navidad con los globitos que camina sobre una plataforma. Y la chica lo imitaba al andar. Ese tipo de crítica me gusta: cuando algún joven, un chico, mis hijos, leen y me comentan eso, la parte de fábula no el elemento más ensayista.

P. Patti Smith celebró su obra en The New York Times; sus libros se reimprimen y arman bibliotecas personales, ¿cómo es ser un vanguardista canónico?

R. La única explicación es que soy un vanguardista bueno, pero no estoy tan seguro. Por ahí terminó siendo una nota al pie en la historia de la literatura argentina como un friki que hizo cosas raras. En mi largo contacto con escritura he conocido a figuras muy centrales que desaparecieron completamente. Hay tantos ejemplos. Marta Mercader, que era best seller, por ejemplo. Pregúntale a un joven escritor quién es, no lo sabe y era una figura muy central, sus libros se vendían en grandes cantidades. Es un poco triste. Tiene una cierta crueldad la literatura.

Me siento más cómodo en la ficción; empecé a escribir ensayo para aclarar un poco las ideas y organizar el discurso, pero siempre obligado César Aira

P. ¿Cómo le gustaría ser recordado a usted?

R. Trato de no pensar en eso.

P. Estamos jugando.

R. No sé, como se recuerda a los surrealistas. Pero lo mío va a ser cosa de cenáculo, de lectores entusiastas; lo agradezco mucho, pero nunca va a aglutinar público. Hay una cierta densidad en lo que trato de hacer, por eso es breve: no daría para 200 páginas, no se aguantaría. Saer me habló alguna vez de la nostalgia de escribir una novela larga; él lo intentó, creo que se murió sin terminarla. Pero bueno ya lo hizo Proust. Cuando uno piensa en todo lo que se ha hecho y tan bien: Cervantes, Kafka, Proust, Borges, hay como una cierta fascinación paralizante en los buenos lectores. Uno casi siente cierta nostalgia de la ignorancia. Mi estrategia fue ir a lo menor. Inclusive eso de buscar pequeñas editoriales, es mi juego personal: no me tomen mucho en serio, lo hago porque me gusta. Es un peligro volverse importante.

P. ¿Vanidoso?

R. No, importante. Que te reconozcan como importante. Cuando murió García Márquez, por ejemplo, se llenaron diarios, suplementos con fotos de García Márquez con Bill Clinton, con el Dalai Lama, con Fidel Castro, con Lula. Y pensé ¿este hombre quería ser escritor o quería ser importante? ¿Se puede ser las dos cosas a la vez?

P. Se puede ser un buen escritor y manifestarse a favor de ciertas causas, ¿o no?

R. Sí, pero García Márquez terminó siendo más importante que escritor. No sé si el escritor pueda soportar los dos adjetivos: bueno e importante.

P. ¿Qué queda en usted del joven de izquierdas que quería escribir novelas realistas?

R. Nunca quise escribir novelas realistas. Si lo dije alguna vez fue para hacerme el vivo. Puede haber sido una fantasía de tanto leer a Balzac, pero no. No podría y no quiero. Me he resignado al cuento de hadas. No me he resignado, lo acepto con gusto.

P. ¿Cómo una forma de comprensión o de evasión?

R. Más bien de evasión. Una vez hice en un congreso el elogio de la evasión a partir de la literatura de Stevenson. ¿Qué tiene de malo evadirse? Ahora tiene mala prensa, ¿no?

P. ¿Qué lee usted?

R. Yo soy un lector muy tradicionalista, muy clásico. A mí dame Shakespeare y esas cosas. Leo muy poca literatura contemporánea. Me gustan el cine, las artes plásticas, los viajes, la música. El otro día le decía a un amigo pintor que uno de mis artistas favoritos de los últimos años es Neo Rauch, un pintor alemán, porque sus cuadros son completamente surrealistas: un hombre grande acá, chiquitito allá, o de otra época, interactuando en distintos planos de realidad, una casa, un volcán en erupción adentro de un cobertizo. Y este amigo me dijo: "Así son tus novelas". Distintos planos, en los que el delirio se mezcla con algo muy cotidiano. Puede ser, uno siempre busca afinidades.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_