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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ve y dile adiós al centinela

Lo que contribuyó al enorme éxito de 'Matar a un ruiseñor' fue que apareció en el lugar apropiado y en el momento más favorable

Manuel Rodríguez Rivero
De pie, Harper Lee en 1961, junto Mary Badham, que actuó en ‘Matar a un ruiseñor’.
De pie, Harper Lee en 1961, junto Mary Badham, que actuó en ‘Matar a un ruiseñor’.Cordon Press

Inmediatamente después del Pulitzer (1960) y, sobre todo, de la película de Robert Mulligan (1962) Matar a un ruiseñor (de la que la “nueva” novela de Harper Lee Ve y pon un centinela no es mucho más que una precuela-secuela imperfecta), comenzó su meteórico recorrido que ha llevado a su autora a vender casi cuarenta millones de copias y a su obra a convertirse en una de las novelas imprescindibles de la literatura norteamericana del siglo XX, además de lectura obligatoria en el syllabus de la mayoría de colleges estadounidenses. Y, sin embargo, como se atrevía a señalar Robert Saladrigas, no se trata de una novela para nada excepcional. Y, de hecho, no ha figurado hasta hace bien poco en los mejores diccionarios de literatura en inglés. En mi opinión, sus temas (no su argumento) estaban mucho mejor enraizados y planteados, y de forma menos convencional, por ejemplo, en Intruso en el polvo (William Faulkner, 1948). Lo que contribuyó al enorme éxito de Matar a un ruiseñor (Harper Collins) fue que, como ya había pasado con La cabaña del tío Tom (Harriet Beecher Stowe, 1852), apareció en el lugar apropiado y en el momento más favorable. Cuando se publicó en Estados Unidos, Kennedy había sido elegido presidente y el movimiento de los derechos civiles estaba en pleno auge. Los dilemas morales, los profundos desgarros que la integración de los negros provocaban (y no solo en el sur) y la perspectiva “fresca” que de esos asuntos ofrecía la mirada de una niña y algunos de sus amigos y vecinos cayeron en terreno abonado. En todo caso, hay libros que, dejando aparte sus cualidades literarias, son catapultados por el Zeitgeist. Algunos siguen manteniendo y acrecentando su éxito, lo que puede deberse a que los asuntos que tratan siguen más o menos vivos o a que ha cambiado su target lector: Matar a un ruiseñor, considerado al principio un libro “para jóvenes”, es hoy un ejemplo cabal de esa literatura cross-over con la que sueñan los editores. En cuanto a la “nueva” novela, elegida por Harper Collins para su aterrizaje en el aeropuerto español de los grandes grupos, la cobertura mediática ha sido impresionante. Lo que indica, por si fuera necesario subrayarlo, que los editores de la metrópoli del imperio (Harper Collins es el buque insignia editorial de Rupert Murdoch) buscan siempre (con resultados variables) mimetizar sus grandes éxitos en los otros territorios, como si la sensibilidad hacia los temas fuera la misma en todas partes. Casi un 55% de los libros traducidos al español provienen del inglés, una proporción que, desde luego, no viene justificada por su calidad, sino por la presión comercial y mediática, además de, en este caso, por el bombardeo parapublicitario en las páginas de cultura durante los últimos meses. De Ve y pon un centinela se han vendido más de un millón de copias en EE UU en poco más de dos semanas, lo que lo convierte en uno de los mayores fast sellers del milenio. Y ya hay encargada otra tirada de 1,3 millones, incluyendo 150.000 para el mercado “hispano” traducida por —atención— “Belmonte traductores”, según figura vergonzantemente en la página de créditos. En cuanto al texto, supongo que a los lectores estadounidenses les hará gracia la prehistoria de la famosa novela, pero el resultado deja ver a las claras que los editores no siempre se equivocan en sus consejos. La mayor diferencia —como se ha señalado reiteradamente— reside tanto en el carácter del antes un tanto irresoluto y buenista de Atticus Finch (convertido ahora en una especie de supremacista blanco) como en la mirada de Jean Louise (Scout), convertida (veinte años después / antes) en una joven más reflexiva. Aparecen algunos personajes “nuevos” y desaparecen, en cambio, secundarios como el amiguito Dill (el trasunto de Truman Capote) o la interesante (y un tanto gótica) figura de Boo Redley. Lo mejor, para mi gusto, sigue siendo el sentido del lugar, que confirma esa creencia muy arraigada entre los grandes escritores sureños, empezando por la gran Eudora Welty, de que para que la ficción tenga vida es preciso que sus personajes estén “atados” al lugar (el famoso sello de correos de Faulkner, capaz de reflejar un ámbito limitado y hacerlo universal). Vivir en un lugar —y eso está claro en el Maycomb / Monroeville de ambos libros— es estar moldeado por una serie de creencias, asociaciones, referencias, formas de hablar, etcétera. Y eso es, en mi opinión, en lo que Harper Lee alcanza la maestría.

Corredores

Perro mundo. Me paso media vida fardando de mi ubicuo ejército de topos, de su eficacia para introducirse en las cloacas del poder, de su habilidad para esconderse en oscuros corredores de las instituciones implicadas, recabar información, clasificarla de acuerdo con su importancia y transmitírmela convenientemente y, de repente, me entero de la existencia de una red mexicana de megatopos criminales que deja a los míos como auténticas crías de musarañas. Comparados con el Chapo Guzmán, el rey de los subterráneos, no me extraña que los machos de la talpa europaea que contrato carezcan de escroto y tengan el pene orientado hacia atrás (lo he comprobado en mi libro de zoología pintoresca). Tendría que pagarles un cursillo de verano en Sinaloa para que aprendieran: ese kilómetro y medio de pasadizo con ventilación y luz eléctrica que el supernarcovillano asesino recorrió en motoneta a velocidad del Correcaminos constituye toda una lección de clandestinidad que va más allá del espectacular sopapo al compungido Peña Nieto, que pocas semanas antes se atrevió a decir que “una segunda fuga del Chapo sería imperdonable” y ahora se ha quedado tan estupefacto como un Maneki-neko, ese gato japonés de plástico que no para de mover el brazo arriba y abajo. Mientras, mis topos madrileños me señalan que, a poco más de dos meses de la inauguración de Liber, la página de la Federación de Gremios de Editores (FGEE) sigue informando muy poco al respecto, y eso que el salón anual es la actividad más importante del sector. En todo caso, la defección saudí deja a la FGEE sin pelas para la cena tradicional, por lo que algunos aventuran su posible sustitución por un cóctel a base de vinillo español, patatas fritas y kikos. Y lo de la cena es lo de menos: al parecer, el programa de actividades culturales también tendrá que hacer frente a recortes en el presupuesto. Por lo demás, mi topo en el Ministerio de Cultura me sopla que será probablemente en Liber cuando se presente ¡por fin! el llamado “sello de calidad” de las librerías, que identificará a las mejores (by the way, ¿quiénes y cómo las elegirán?); el mismo topo —a la que gusta perfumarse con Acqua di Gioia— me recuerda que, al parecer, cuando la Comunidad de Madrid creó un sello parecido para las librerías de la ciudad, ninguna se apuntó como candidata. Esperemos que “a nivel estatal” no se repita el chasco.

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