Lenny Kravitz, el Rey del mimetismo
Los 10.000 fieles que acudieron al concierto del músico recibieron su ración de adrenalina
Hubo un tiempo, a la altura de sus atractivos tres primeros discos (1989-1993), en que seguirle la pista a Lenny Kravitz era indicio de pedigrí melómano. Hablamos de principios de los noventa, cuando el vinilo olía a antigualla, el sonido Madchester cotizaba al alza y las guitarras poderosas provenían del grunge. Desde entonces hemos podido contabilizar docenas de émulos de Prince o Led Zeppelin, pero muy pocos igualan al neoyorquino en la excelencia de sus pleitesías. Es decir: nadie debería acudir a un concierto de Kravitz para sorprenderse, pero los 10.000 fieles que se dejaron caer por el Barclaycard Center se encontraron exactamente con la vitamínica ración de adrenalina y decibelios que anhelaban.
El pabellón era un silbido cuando las gafas oscuras de Kravitz se intuyeron en la penumbra y rompió a sonar Frankenstein. Y el certificado de que el autor de Fly Away no aspira tanto a llenar estadios como a suscitar copiosas sudoraciones: el despliegue de coristas con peinados afro, la contundente sección de metales, los desarrollos extensos (solo 11 temas) sugieren un regreso al espíritu de, imaginemos, Sly & The Family Stone.
Ayuda a ello el porte sexy y autocomplaciente del protagonista, un Hendrix que ha tenido la suerte de alcanzar la cincuentena y sabe cómo contonearse, seducir y disparar esos riffs fulminantes (Always on the Run, la célebre versión de American Woman) cuando no está demasiado ocupado en saludar a la parroquia. Podemos ser sardónicos con él, cierto, pero también procede rendirse a la abrumadora excelencia de It Ain't Over Till It's Over, con su falsete y ese aroma a clasicazo de Curtis Mayfield. Admitamos que Lenny es el rey del mimetismo, un adulador de artistas acreditados (Believe es puro Beatles) a los que nunca podrá ensombrecer. Y asumamos que 11 músicos encrespados y palpitantes que se desgañitan en escena constituyen un espectáculo inusual.