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FICCIÓN EN CADENA

‘El verano de los camaleones’ (5): ‘Depredador paciente’

Mónica Martín-Grande, guionista de series como 'Compañeros', continúa su relato. 'Metralla' y sus amigos dan una paliza a Antonio aprovechando que ha bebido

Ilustración de David de las Heras.
Ilustración de David de las Heras.

En la orilla del río el suelo era fangoso, pero a Antonio no le importaba. Además, llevaba pantalones largos, como le aconsejó su madre. Estaba sentado mirando como Metralla enganchaba con destreza un pedazo de carnaza en el imperdible que colgaba del interior del retel y después lo echaba al río, lo aseguraba y repetía el ritual con la siguiente trampa. Ya llevaba tres. Era como una coreografía ensayada durante años y ejecutada a la perfección. Dio otro sorbo de la botella. El líquido ya no le quemaba.

- Mañana, cuando vengamos a por las trampas, estarán a rebosar.

Y Santi y Metralla se sentaron junto a él, flanqueándole uno por cada lado. Se fijó en la chica a la que no había visto nunca. Estaba fumando apoyada en un árbol. Brillaba. Tenía la piel blanca, casi transparente, como la de los huevos de renacuajo antes de eclosionar. Podía ver claramente sus venas y la sangre fluyendo por ellas, acumulándose en las ramificaciones, latiendo. No tenía nada que ver con la piel multicolor de su madre.

- ¿Sabes cual es la diferencia entre el cangrejo rojo y el de aquí? - Metralla parecía más grande a la luz de la lámpara de gas.

Antonio esperó la respuesta sin responder.

- El rojo, el invasor, es cabezón y casi no tiene cola. Los de aquí tenían la cabeza pequeña y una cola enorme. ¿A cuál te pareces más?

Santi sofocó una risa.

- No lo sé.

- Vamos a comprobar si te ha crecido desde el verano pasado.

Y todo volvió a empezar. Y aunque lo estaba esperando, Antonio trató de oponer resistencia, la poca que la absenta le permitía. Las risas y los gritos se mezclaban con el barro, con los puñetazos, con el aliento etílico de los chicos. Sintió como le arrastraban, ya desnudo, hasta el río. Decidió rendirse para no alimentar el ensañamiento, como la culebra parda cuando finge estar muerta para evitar al depredador. Y a partir de ese momento todo fue agua, fango, golpes, fango, oscuridad, agua, golpes. Golpes. Más golpes.

- Bienvenido al pueblo, Bolacha. Este verano lo vamos a pasar muy bien, ya verás.

Y después, durante mucho rato, nada más que el silencio.

Y la oscuridad.

Esa noche miles de cangrejos salieron del agua y poblaron las orillas del río. Podía oír el chasquido de sus pinzas y el sonido casi metálico de sus cuerpos al rozarse, moviéndose como una sola coraza, acariciándole los pies en su viaje a ninguna parte.

Antonio abrió los ojos, aún estaba oscuro, aunque el cielo empezaba a clarear por las esquinas. Se vistió con lo que encontró de su ropa y echó un vistazo a los reteles. Estaban vacíos, a pesar de que el olor de la carnaza era nauseabundo. Quizá lo de los cangrejos no había sido un sueño.

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