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Columna
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Espías

Juan Tallón

El espionaje ya no es aquella misión secreta que lanzabas contra un enemigo, y que según la versión oficial nunca ocurría. Ahora ya ni siquiera hay enemigos, y si los hay cultivan negocios importantísimos entre sí y se llevan de maravilla. Aquel odio frío y deshabitado con que una nación husmeaba en las intimidades de otra ha pasado en la actualidad a ser solo una versión del amor. Curiosamente, con los medios perfectos para ejercer el espionaje, hoy se espía peor que nunca. Antes que tarde, se acaba sabiendo. Ni EE UU se libra. Es como si todo lo que creíamos sólido, se desvaneciese en el aire. Me hace pensar en Raymond Chandler, que creaba detectives y criminales elegantísimos y letales, que andaban de aquí para allá con armas de fuego, y el día que el escritor quiso matarse con una falló el disparo y tuvo que aguantar que sus amigos le reprochasen que, con lo bien que escriba novelas, se suicidase tan mal.

En algunas profesiones, como la de periodista o escritor, el espionaje constituye una práctica más normalizada que en Inteligencia. A veces se le llama plagio. En los años veinte, en la primera visita de Josep Pla a Madrid, el autor ampurdanés ya observó que los diarios de la tarde espiaban a los de la mañana, y los de la tarde siguiente a los de la mañana anterior. Era un círculo, con algún añadido lógico. “Lo que enseña en realidad el periodismo es, quizá, a plagiar decentemente, cosa importantísima”, concluía Pla. Espiar es un vicio. Todos lo hacemos, de alguna manera. Quién no pasó largas temporadas espiando los libros de Hemingway, a ver si le salían como a él, sin éxito.

En la actualidad, los países amigos se espían entre sí, sus dirigentes almuerzan juntos, duermen en habitaciones casi vecinas, y es normal y hermoso. Tal vez lo feo sea espiar a escondidas, o incluso negar que se espía. En un mundo perfecto y justo, un espía debería poder atornillar una placa dorada en la puerta de casa que dijese “Aquí se espía”. Todos sabríamos que tiene un trabajo de verdad. Le constaría al vecindario, que en el ascensor podría preguntarle por las escuchas, y si quiere que hable más alto; lo sabría el ayuntamiento, que le pasaría un impuesto. Por fin podrías presumir de ser espía, y conocer sin cortapisas éticas las conversaciones que no te incumben. Y lo mejor de todo, podrías llevar una vida secreta en la que serías jardinero.

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