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La sangre del canon

La cultura poética estadounidense abre sus puertas por primera vez a un chicano: Juan Felipe Herrera

Juan Felipe Herrera, visto por Rep.
Juan Felipe Herrera, visto por Rep.

Desde los años setenta en adelante, algo convulsionó la cultura humanística en los departamentos de inglés de las universidades norteamericanas. De pronto se pasó de una aceptación aproblemática de los valores críticos que organizaban los programas de lecturas a un sistemático desmantelamiento de esos valores y la consiguiente quiebra de los tradicionales consensos sobre lo que convenía que se leyera en clase y lo que no. El bisturí nietzscheano, su secuela deconstructiva y el neomarxismo inteligente del gran crítico y profesor británico Raymond Williams tuvieron mucho que ver en ese terremoto y en lo que podríamos llamar la apertura del canon. Las culturas literarias marginales se abrieron paso a una consideración académica en plano de igualdad con los grandes nombres de la tradición (occidental), como también lo hicieron las distintas manifestaciones culturales de arraigo popular que la Academia había mantenido muy alejada de sus apolillados y elitistas sanctasanctórum.

Frente a ese cataclismo se alzó, casi en solitario, el venerable tradicionalista Harold Bloom, siempre a la greña con esas agresiones a lo que él considera intocable: el canon occidental, es decir, la suma de los valores críticos intocables que reúnen a las obras y los autores que realmente deben ser estudiados por representar las cotas más altas de la creatividad humana.

Los tintes sociales de la poesía de Herrera son obvios, transparentes, pero, a la vez, no expresan trivialidad

Es en el contexto de esa disputa en el que hay que situar el reciente nombramiento del poeta norteamericano de origen mexicano Juan Felipe Herrera como Poeta Laureado de EE. UU. Sin entrar ahora a valorar esa institución creada en EE. UU. en 1936, a imagen y semejanza de la misma y venerable (¿y rancia?) figura en Inglaterra, lo que es llamativo y sumamente significativo es que, oficialmente, la cultura poética estadounidense, desde sus instituciones más poderosas, ha abierto esas puertas —por primera vez— a un poeta latino y, más concretamente, a uno chicano.

Con ese nombramiento, y todo el eco que ha acarreado —fue noticia estelar en las secciones de cultura en The New York Times y en The Guardian—, se ha impuesto una realidad de justicia: cualquiera que lea los poemas de este poeta californiano, nacido en Fowler en 1948, de padres mexicanos sumamente humildes, y de llegada tardía a la lengua inglesa —tenía 12 años y aún no hablaba inglés—, caerá en la cuenta de su indiscutible categoría, digan lo que digan los gendarmes de la ortodoxia canónica. Profundo admirador de Allen Ginsberg, cuyo pulso palpita ostensiblemente en sus poemas, Juan Felipe Herrera reclama la mexicanidad en su obra —aunque no solo— como forma de acceder a una identidad compleja y, en cierto modo, atormentada, violentada por la injusticia que representa ser chicano en EE. UU. Los tintes sociales de la poesía de Herrera son obvios, transparentes, pero, a la vez, no expresan trivialidad amparada por las buenas intenciones y los nobles fundamentos éticos. En sus poemas hay vuelo, complejidad, riqueza, tensión, drama, como ocurre en su gran poema Mexicano a medias, donde la identidad se rompe en mitades que luchan entre sí obsesivamente, en una especie de búsqueda resuelta en fracaso angustioso, eco indudable de la angustia de no poder ser del todo en un mundo de excluyentes y excluidos:

Herrera reclama la mexicanidad en su obra —aunque no solo— como forma de acceder a una identidad compleja y, en cierto modo, atormentada

"Extrañeza de ser mexicano a medias… / Podría decir solo mexicano… [pero] tú eres un mexicano a medias / Tiempo / Luz / Cómo ellos te persiguen y cómo tú los imploras / Todo esto se convierte en el proyecto de toda una vida, es decir, / tú eres mexicano. Mitad mexicano, la otra mitad / mexicano, por tanto, una mitad contra otra mitad [o ‘una mitad contra sí misma’]".

En esa clase de confrontaciones, donde se dirime el derecho a ser, suele haber sangre, real o simbólica, que es la que mana de una gran herida —la herida de la negación del derecho a ser—, como en el poema Sangre en la rueda:

"¿Qué sangre es esta? Hay sangre, dice / También aquí la hay, también aquí, dice / y canta la Madre Sangre, solo sangre".

Dijo el otro día Herrera: "Mi voz está hecha de la voz de los demás", y le faltó decir: "Mi voz está hecha de la sangre de los demás que corren el riesgo de no tener ni siquiera voz".

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