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La sombra de tu perro

'La voz humana', el monólogo de una mujer despechada que Jean Cocteau escribió para Edith Piaf, ha pasado por el Grec de la mano del director Ivo van Hove.

Marcos Ordóñez
La actriz Halina Reijn en un momento de la representación de 'La voz humana'.
La actriz Halina Reijn en un momento de la representación de 'La voz humana'.

Tras sus grandes máquinas (Tragedias romanas, El manantial), Ivo van Hove ha vuelto al Grec barcelonés por dos días (1 y 2 de julio) con una pieza de cámara, La voz humana (1928), que Jean Cocteau escribió para ­Edith Piaf, el monólogo de una mujer aferrada al teléfono como única tabla de salvación. Ha terminado una relación de cinco años: él se ha ido con otra y ella intenta retenerle. Un texto ya clásico, a menudo servido por grandes damas maduras envueltas en sedas negras (Anna Magnani, Ingrid Bergman, Amparo Rivelles), en dormitorios lujosos de melodrama de Douglas Sirk. Ha habido fugas del canon, como la que hasta finales de agosto interpreta Antonio Dechent en el Lara madrileño, o la que Halina Reijn, a la que descubrimos el pasado año como la turbadora Dominique de El manantial, lleva representando por medio mundo desde 2009.

Halina Reijn, joven estrella del Toneel­groep Amsterdam, la compañía de Van Hove, viste aquí una camiseta vieja con la efigie de Mickey y Minnie Mouse (¡la pareja perfecta!) y unos pantalones de chándal, y da la impresión de que lleva varios días, semanas quizá, sin salir de casa. El espacio hace pensar en una jaula de vidrio, ideal para la observación entomológica, aunque le hubiera convenido un escenario más cercano, más íntimo, que el del Mercat de les Flors. Vemos un piso al borde del cierre, sin un solo mueble. Pared blanca, desnuda. En el suelo, una botella de agua y unos zapatos negros, masculinos: lo único que queda del ausente (en el original eran unos guantes). Y el teléfono, por supuesto: un inalámbrico y un móvil, cargándose. Van Hove dice haberse inspirado en La ventana indiscreta, de Hitchcock: el público, voyeur, es James Stewart. Yo pensé más bien en La vida de los otros: sensación de que hay un micro oculto y estamos escuchando esa conversación con cascos. Naturalmente, no “escuchamos” al amante perdido al otro lado de la línea: el primer gran reto para la protagonista de La voz humana es crear a ese interlocutor y hacernos creer en él. Por cierto, inciso: Van Hove quiere estrenar el próximo año La otra voz, escrita e interpretada por Ramsey Nasr, donde veremos (y escucharemos) al personaje invisible.

Halina Reijn trabaja con la tensión entre el fingimiento de sus palabras y lo que su cuerpo revela

Durante el primer tercio de la función, Halina Reijn trabaja con la tensión entre el fingimiento de sus palabras y lo que su cuerpo revela. Pequeños signos: un temblor en la voz, la mano que queda detenida, la risa forzada, el intento de frenar el llanto. O grietas que “él” no percibe pero “nosotros” sí: un ataque de náusea rematado por un golpe de vómito. Poco a poco, la falsa calma da paso al incontenible parloteo neurótico, al chantaje emocional, a la súplica (cuando le pide que no lleve a la otra al hotel que solían frecuentar), a la frase que condensa todo: "¿Qué cómo estoy? Pregúntale a un pez cómo cree que vivirá sin agua", cuando comprendemos que haría cualquier cosa para poder seguir hablando con él. Incluso convertirse en la sombra de su perro, como en la canción de Brel. Si la conversación se acaba, se acaba todo.

A media función entra algo de aire en lo que parecía una asfixiante caja de vidrio, jaula o pecera, pero es solo una apariencia. Cuando la mujer descorre lo que resulta ser una ventana, suben de golpe los sonidos del anochecer, la turbamulta de los coches, la gente que vuelve a sus casas, a sus familias, a sus amores: la vida, ajena, imparable. Ahí sí que veo plenamente a Hitchcock: hay una escena idéntica en La soga, también con James Stewart. La inquietud llega con el sonido, porque muestra la altura del piso, la profundidad del abismo. Vemos luego el alféizar de la ventana, y nos basta con ver y escuchar todo eso para saber cómo acabará la historia: es una de las escenas más sencillas y poderosas del espectáculo.

Esa es una cota, pero también hay bajones. El espectáculo tiene, a mi juicio, dos problemas. El primero viene del texto de Cocteau. Es reiterativo (la obsesión suele serlo) y, aunque solo dura 70 minutos, se hace largo. Rossellini (L’amore, con Anna Magnani) lo dejó en treinta y pocos, porque su película tenía dos episodios; la versión televisiva con Amparo Rivelles, en los ochenta, a partir del montaje de José Carlos Plaza y William Layton, se quedaba en 45.

A media función entra algo de aire en lo que parecía una asfixiante caja de vidrio, jaula o pecera, pero es solo una apariencia

El segundo problema es cosa de Van Hove. Avanzada la función, Halina ­Reijn deja el teléfono, pero sigue hablando. Ahí no me quedó claro si era monólogo interior, si nos hablaba a nosotros o si le hablaba a él, en sentido figurado o literal, como si su amante perdido viviera al otro lado de la calle: así puede entenderse, a partir del (chirriante) momento en que escribe la frase “Come Home!”, rodeada de corazones, y la sujeta en el vidrio de la ventana. Vale, también puede ser un brote de locura, pero es un mensaje excesivo, un borrón: hasta entonces, con su voz y su cuerpo bastaba para que comprendiéramos todo. (También me sobran, un poco, los subrayados de la banda sonora: las distorsiones, los ecos).

Cuando la actriz desconecta, yo desconecto. Pero vuelvo a conectar rápido con una gran frase de Cocteau, otra de esas frases claras y definitivas, soberbiamente dicha por Halina Reijn: “Hablo, y hablo, y hablo, y después me invade la verdad”. La verdad como el sonido del abismo que sube de la calle, la verdad como un agua helada. En los diez minutos finales de la función sube todo el dolor y toda la seducción. Ella desaparece, sale de campo, y vuelve, ritual, con zapatos de tacón y una robe de soirée de seda azul, y la melena suelta. La espalda contra la pared. Una mancha azul contra la pared blanca, un ciprés azul. La última llamada, la despedida. Abre la ventana. Sale al alféizar. Nunca el redoble de 50 Ways to Leave your Lover, de Paul Simon, había sonado tan ominoso.

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