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El hombre que respiraba ciudad

Se necesitaba la experiencia de toda una vida y la escritura de un gigante para escribir un libro como 'El peatón de París'. Léon-Paul Fargue tenía las dos cosas

Un pintor en Montmartre en los años treinta.
Un pintor en Montmartre en los años treinta.AFP

Si mientras leía este libro, por ejemplo en un café, se me hubiese acercado un conocido bastante respetuoso con la cultura, pero no excesivamente implicado en ella, queriendo saber de qué iba lo que leía, me habría visto obligado a hacerle una descripción que casi con toda seguridad le habría quitado las ganas de comprarlo. Pues no tendría más remedio que decirle que el autor fue un poeta francés nacido en 1876 cuyos versos, hoy como entonces, gozan de un merecido aprecio, pero que no vende (ni pinta) mucho. Debería añadir que Léon-Paul Fargue, el autor, estuvo metido en la mayor parte de las movidas literarias y artísticas más importantes de la primera mitad del siglo XX con la excepción del surrealismo, pues si empezó tratándose mucho con sus principales estrellas, A. Breton, L. Aragon y P. Soupault, al final se las tuvo tiesas con todos ellos. Fruto de su omnipresencia en la vida parisiense es la impresionante lista de nombres que surgen a lo largo de su vida, pues si tuvo como profesores a Mallarmé y Bergson, más tarde iría firmando alianzas y fundando revistas con gente como Jarry, Levet, Larbaud, Ravel, Satie, M. Schwob, P. Valéry, Maurice Barrès o Valery Larbaud, rematando (con perdón) su ciclo de amistades con Pablo Picasso, pues prácticamente murió en sus brazos en 1943 cuando, estando con él en un bistró, sufrió un derrame cerebral del que no se repuso, muriendo en 1947.

Y aún habría que añadir un par de datos más para ilustrar al curioso. Uno es positivo, entusiásticamente positivo, y seguro que le anima a comprar el libro: según Mallarmé, de los miles de peatones que han recorrido París de punta a punta para luego dar cuenta de sus hallazgos, “un seul parmi eux accordait à son cœur le rythme de son pas afin d’en nourrir la cadence des vers que nous aimons lire aujourd’hui: Léon-Paul Fargue”. No voy a osar parafrasear al maestro, sólo señalar que “corazón”, “el ritmo de sus pasos” y la “cadencia de los versos” son un reflejo admirable de lo que es este libro: más que pasear, el autor vive en los espacios urbanos que describe como quien da cuenta de su hogar y habla de su familia. Fargue escribió El peatón de París en 1939, cuando tenía 63 años. Los franceses resaltan, haciendo un guiño de complicidad, que no se casó hasta bien pasados los 50, como queriendo decir: “Imagine la de golfadas que tuvo tiempo de hacer, y la clase de personal que llegó a conocer este hombre que no salió nunca de París”. Él lo negaba. Le molestaba ser tomado por un provinciano y decía conocer bien Rusia y gran parte de Europa, y añadía: “Y China”, aunque luego precisaba que China le interesaba mucho y que contaba con ir algún día.

Y tampoco es una guía turística. Por descontado que describe lugares que forman parte del repertorio sentimental de un gran número de nuestros contemporáneos, como los Quais, Montmartre, Saint-Germain-des-Prés, La Chapelle, l’Opéra, y con ellos los colores, los olores, los sabores, los cafés y terrazas, los comercios, pero también historias fascinantes y retratos tan vivos que sólo alguien de la familia podría conocer. Está claro que se necesita la experiencia de toda una vida y la escritura de un gigante para escribir un libro así, porque (por más que sea una inutilidad, ya que sería como decir lo mismo otra vez pero peor) si alguien se lo propusiera, podría escribir la biografía de Léon-Paul Fargue extrapolando los datos que da, de sí mismo y de la ciudad, y siguiendo las pistas que va dejando como al desgaire, pero con una exactitud de miniaturista. Así, por ejemplo, ese restaurante de Auteuil llamado Mouton Blanc, que fue el lugar donde se reunían La Fontaine, Molière y Racine. Y tampoco parece inventada una historia tan peregrina como la de una poetisa americana, hija adoptiva de París, que en cuestión de carnes blancas sólo se interesaba por la de las mujeres, pero que, cansada de luchar contra su enfermedad, decidió poner fin a su vida “a la chateaubriand”. Pero aconsejo leerlo en el capítulo Passy-Auteuil.

El dato negativo que falta, aun a riesgo de descorazonar al curioso, es que el propio Fargue reconoce que el París del que habla ya no existe y que el tiempo lo ha cambiado todo. Cómo no. Pero hay una baza irrebatible: Léon-Paul Fargue no leyó El peatón de París casi un siglo después de haberlo escrito y, por tanto, no podía saber hasta qué punto es incierto que su París haya desaparecido. Qué va. Y quien lea el libro podrá comprobar hasta qué punto sigue vivo, como lo prueban, por ejemplo, hechos como que el piso ajedrezado del comedor de la Brasserie Lipp todavía procede de la fábrica de cerámicas Fargue, propiedad del padre del escritor.

El peatón de París. Léon-Paul Fargue. Prólogo de Andrés Trapiello. Traducción de Regina López Muñoz. Errata Naturae. Madrid, 2015. 268 páginas. 19,50 euros.

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