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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dos genios unidos en el tiempo

De Orson Welles también se celebra el centenario: con Cervantes forma un glorioso tándem separado por cuatro siglos

Manuel Rodríguez Rivero
Orson Welles en la Plaza de las Ventas de Madrid en 1985.
Orson Welles en la Plaza de las Ventas de Madrid en 1985. EFE

Recibo al mismo tiempo la enésima reencarnación (la de la Biblioteca Clásica de la RAE) de aquel Quijote que patrocinó el Instituto Cervantes en 1998 —y que tantos y tan variados hijos ha engendrado a mayor gloria y peculio de mi envidiado Francisco Rico— y la meritoria adaptación que de la inmortal novela ha realizado Andrés Trapiello (Destino), al que también auguro pingües beneficios cervantinos. El Quijote ha sido y es, junto con la lengua, nuestra industria cultural más duradera y exportable, por lo que no es de extrañar la proliferación de ediciones en todos los formatos y modalidades (no olvido la edición "popular y escolar" que Pérez-Reverte ha elaborado también para la RAE). El cuarto centenario de la segunda parte ha funcionado bien como reclamo, huesos del autor aparte; hasta se ha reeditado con ese motivo el DVD Don Quijote de Orson Welles, que recoge el montaje que Jess Franck (es decir, Jesús Franco) realizó, bajo la "supervisión general de Oja Kodar", la última pareja de Welles, del caótico material que, desde 1957 hasta su muerte en 1985, el genio del cine fue rodando intermitentemente sobre la más inmortal de las novelas españolas. Welles estaba fascinado por el hidalgo, como certifica la intensidad de algunas de esas imágenes, rodadas sin guion ni plan, en las que don Quijote (interpretado magistralmente por Francisco Reiguera, entonces exiliado en México) y su escudero (Akim Tamiroff) pasean sus melancolías, más allá de la ucronía, por el bronco paisaje de la España franquista. Y es que, como confesó el director al final de su vida, la película que intentaba hacer no era exactamente El Quijote, sino "un ensayo sobre España". De Welles, el segundo genio de ese glorioso tándem separado por cuatro siglos, también se celebra el centenario; con ese pretexto se han publicado o reeditado algunos libros interesantes, de los que paso a dar cuenta. Anagrama se ha descolgado con la publicación de Mis almuerzos con Orson Welles, un volumen que recoge las conversaciones mantenidas, de 1982 a 1985, por el director con Henry Jaglom; Welles, que para aquel entonces se había convertido en un mito neutralizado por los tiburones de la industria, se despacha a gusto sobre el cine de su tiempo, sobre sus filias y fobias, y sobre la vida y milagros de la gente de Hollywood. Más interés tiene, en mi opinión, la reedición (por Capitán Swing) de Ciudadano Welles, que recoge las conversaciones (entreveradas de cartas y notas) mantenidas en los años sesenta y setenta por el autor de Ciudadano Kane y Peter Bogdanovich. Es allí donde leo, entre otras cosas, un esclarecedor cruce entre los dos hombres de cine a propósito de Mr. Arkadin, una pretendida novela de O. W. (posterior a la película homónima) que también ha reeditado Anagrama. Welles: "Peter, yo no escribí una sola palabra de esa novela. Ni nunca la he leído”. Bogdanovich: “Entonces, ¿cómo pudieron publicarla con tu nombre como autor?". Welles: "Alguien la escribió en francés para sacarla en los periódicos en forma de folletín (…) No sé cómo llegó a ser publicada, encuadernada, ni quién cobró por ello". Lo cierto es que la novela fue editada por Gallimard en 1954 como supuesta "traducción" de la que habría escrito Welles; hoy día numerosos estudiosos y críticos (empezando por Jonathan Rosenbaum, el editor de Ciudadano Welles) coinciden en que el "traductor", el escritor y guionista Maurice Bessy fue, en realidad, el autor del libro. Por lo demás, no lo hizo mal, el ghost writer. Me pregunto a quién irán a parar los derechos de la novela.

Ocultamientos

Nos llenamos tanto la boca con las miríficas bondades intangibles del Libro que a menudo nos olvidamos de que cada libro es también un bien de consumo sujeto a las circunstancias del mercado. Protestamos si en el etiquetado de un producto de supermercado se nos miente o se nos oculta taimadamente información; pero nadie lo hace si la trapacería (si les parece muy fuerte el término, puedo sustituirlo por engañifa u ocultamiento) tiene lugar en las páginas de derechos de un libro. Observo con preocupación que, con mucha frecuencia, a algunos editores "se les olvida" hacer constar que un libro determinado ya fue publicado anteriormente por la misma editorial: y es que se trata de vender como novedad lo que ya no lo es. Sobre mi atiborrada mesa de trabajo abundan los ejemplos de reediciones que ocultan que lo son. Escojo al azar una de las últimas que me han llegado: la biografía Karl Marx, de Francis Wheen, publicada por Debate. La misma editorial publicó el mismo libro y en la misma traducción en 2000, pero de eso nada se dice en la "nueva". Al contrario, en la página de derechos se (des)informa de que esta de 2015 es la "primera edición". Según las normas del ISBN, para que exista una reedición (y no una mera reimpresión) el libro tiene que tener modificaciones: en la de Karl Marx se ha incluido un prólogo (bastante digno, por cierto) de ocho páginas de César Rendueles. Quizás la primera edición de la bio no se vendió tan bien como esperaban sus editores, pero ahora, con el viento de izquierda soplando con brío, habrán pensado que el libro merece otra oportunidad. Lo que los lectores/consumidores no se merecen es que les tomen por tontos.

Jergas

Últimamente muchos pequeños ahorradores y fondopensionistas han podido comprobar en sus propias carnes y cuentas la radical paradoja de la jerga bancaria y financiera. A consecuencia de la inestabilidad económica, de la desazón griega y de irracionalidades que sería prolijo analizar aquí, resulta que la llamada “renta fija” ha demostrado ser más volátil que la variable: quienes habían depositado en ellas sus ahorrillos para un futuro de jubiletas desahogados comprobaron que, ¡alehop!, de repente y con rapidez perdían las rentillas que les habían prometido “seguras”. Y cuando una (o uno) pedía aclaraciones en su banco, se encontraba con que la jerga volvía a enredarla en su propio sinsentido. Una (o uno) no entenderá nunca a los bancarios, seguramente porque ellos mismos no entienden a menudo lo que les dicen que digan. Pero podemos intentarlo. Dos libros recientes ayudan a "traducir" la imprecisa germanía al román paladino de los sujetos económicos. Tomen nota. El primero es Cómo hablar de dinero (Anagrama), de John Lanchester (el autor de la novela Capital, también publicada en Anagrama): allí me he enterado, por ejemplo, de la importancia del llamado "índice de las camareras calientes" (se nota qué género controla la jerga) para comprender el estado de la economía. El segundo, más completo, es Economía para el 99% de la población (Debate), del coreano Ha-Joon Chang, cuyas dotes divulgativas ya se pusieron de manifiesto en su 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo (Debate). Les garantizo que, si los leen, sabrán algo más que los bancarios que le explicaron a mi amiga la contingente variabilidad de su plan de pensiones de renta fija. Lo que, en todo caso, no sirve de mucho.

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