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Muñoz Molina, a orillas del Hudson

El escritor rinde homenaje en un libro a las corrientes que rodean Manhattan

Jesús Ruiz Mantilla
Antonio Muñoz Molina, en una ilustración de Miguel Sánchez Lindo.
Antonio Muñoz Molina, en una ilustración de Miguel Sánchez Lindo.

Cualquiera de nosotros seguramente cree que Nueva York es inabarcable. Pero Antonio Muñoz Molina sabe que no. Su irregular verticalidad, a ras de pavimento, cabe en una caminata de punta a punta que viene a durar cinco horas y media con una parada en el camino para tomarse un sándwich al aire libre.

Como quiera que lo hagas, en varios lugares sentirás las corrientes del río que sube y baja, como los indios supieron denominarle. El Muhheakantuck, llamaban a lo que hoy conocemos como el Hudson. Y ahí es donde a lo largo de muchas visitas, Muñoz Molina ha vislumbrado el misterio de tantas cosas: “Es un reverso de cualquier metáfora, porque se trata de un río que da la vuelta”.

El Hudson es un reverso de cualquier metáfora, porque se trata de un río que da la vuelta”

Un río que le produjo efectos adictivos, a escasos metros del portal de su casa neoyorquina vecina a Riverside Drive. Que habla en invierno con el murmullo de los témpanos de hielo, que da para inventar un vocablo como marideriva, acertada traducción de draftwood, capaz de describir la acción del hombre o los elementos sobre la madera. Un río siempre presente en sus circunvaladas y tercas corrientes, que murmura y esconde detritus, elementos del crimen, restos de vida conglomerada en condones o frigoríficos.

O impulsos literarios como el que ha llevado al autor a escribir El faro del fin del Hudson, a su hijo Miguel a ilustrarlo o a su mujer, Elvira Lindo, y a su amigo Ximo Espinosa a editarlo como un cuaderno de viaje: “Caminar da mucho juego para escribir, el ejercicio oxigena el cerebro, es una anfetamina natural”.

Y los viandantes que uno se va cruzando guardan dentro de sí los argumentos de muchas historias dentro. Pero el ejercicio de Muñoz Molina, aparte de físico, ha sido en este caso impresionista. Incluso fluvial: “Me obsesioné con buscar la forma precisa a todas aquellas cosas que se me cruzaban. Me identifico con la frase de Dickens que cito en el texto: mi única felicidad reside en el movimiento”.

Caminar da mucho juego para escribir, el ejercicio oxigena el cerebro, es una anfetamina natural”

O como Baudelaire, Virginia Wolf, Pessoa, Jorge Manrique, para cuyas coplas, como un soplo de nostalgia colegial, hay espacio en una obra que dialoga con todos ellos. “Podía haber escrito más, pero me detuve en estos apuntes. Si estás acostumbrado a un género como la novela, conviene recurrir de vez en cuando a formas más breves, sintéticas, desembarazarse de la pesadez de la prosa para dar paso a la fluidez de la poesía”.

Un libro que fue proyectado en pequeños cuadernos de hoja cuadriculada para apuntes. El autor los compra en tiendas sin mucho futuro, silenciosas papelerías con campanillas en la puerta donde los dueños alertan de un fin más o menos próximo. Como aquel que le anticipa el dueño del comercio que queda en la calle 12 con University Place: “Con los teléfonos inteligentes y las tabletas, ya no quedan personas que escriban sobre el papel, como usted o como yo. No saben lo que se pierden”.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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