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¿Son morales las series de televisión?

La lucha por la audiencia ha hecho proliferar personajes temibles y tramas pesimistas. La democracia y la justicia ya no son prioridad

La pregunta que da título a este artículo tiene dos respuestas, una corta y la otra larga. La corta es: por supuesto, no hay discurso o relato que no sea moral y político. La larga es menos obvia y muchísimo más interesante.

A Samsa Stark —de Juego de tronos en los últimos momentos de la adolescencia la desvirga en su noche de bodas el noble psicópata con quien se ha casado. El antiguo sheriff Rick Grimes —protagonista de The Walking Dead se va despojando de su humanidad hasta devenir un dictador. Frank Underwood, que llega a ser presidente de los EE UU en House of Cards, no defiende más valores que los que puedan serle útiles en cada momento, en su afán de monopolizar el poder. Y, por cierto, también es un asesino, no ajeno a la psicopatía. Los mismos males afectan, por tanto, a la nobleza, a la policía y a la presidencia democrática. Se podría argumentar que los tres ejemplos pertenecen a canales de cable (HBO, AMC y Netflix, respectivamente), pero encontramos la misma oscuridad, el mismo cinismo o nihilismo, en series de cadenas en abierto como NBC (Asuntos de Estado), Fox (24) o ABC (Scandal). Mucho huele a podrido en esos mundos y no porque sean dramáticos, ya que también en la comedia impera una visión negativa de la condición humana; ni siquiera porque sean norteamericanos, la misma plaga se extiende por Gran Bretaña (Black Mirror), Italia (Gomorra) o Dinamarca (aunque la Birgitte Nyborg de Borgen nada tenga que ver con el dubitativo Hamlet).

Parece que las series han dejado de trabajar a favor de la ilusión democrática, de la fidelidad histórica, del trabajo en equipo o, sobre todo, de la justicia. Lejos quedan El equipo A, The Equalizer o Doctor en Alaska. De la primera década del siglo XXI a la segunda hemos pasado de The West Wing como gran relato político, con el sello utópico de Aaron Sorkin, a la distopía de House of Cards. Aunque Underwood se mee en la tumba de su padre con los guardaespaldas a cuatro pasos y la Primera Dama haga lo propio frente al embajador de Rusia, estamos ante un relato casi realista: tanto Clinton como Obama han dicho que representan con bastante fidelidad lo que ocurre en Washington. Aunque lo dijeran en broma, sus palabras legitiman una mirada sobre el ejercicio del poder democrático que exagera la suciedad de la política estadounidense. O tal vez no. The Good Wife está mostrando la compra de votos en las elecciones de Chicago, entre otros trapos sucios; y Homeland, la ineficacia de la CIA, en tramas que conducen a la muerte de muchos más norteamericanos que terroristas islámicos.

En el nuevo paradigma, se imponen las historias que destilan una visión negativa de la condición humana tanto en el drama como en la comedia

Hollywood parece haber abandonado la representación del sueño americano y la idea de que el principal enemigo es exterior. Pueden aparecer en sus ficciones villanos rusos, chinos, latinoamericanos o árabes, pero todos palidecen ante monstruos como los agentes secretos yanquis, el director de la CIA o el mismísimo presidente de los Estados Unidos. En 2001 no sólo comenzó el siglo XXI con el atentado contra las Torres Gemelas, también lo hizo con la publicación de libros como Juicio a Kissinger (Anagrama, 2002), donde Christopher Hitchens demostró que el secretario de Estado de Nixon y Ford planificó tanto asesinatos selectivos como matanzas en Indochina, Bangladesh, Chile, Chipre, Timor Oriental y Washington, D. C. Crímenes contra la humanidad. Durante la presidencia de Obama ha habido muchas más ejecuciones mediante drones que durante la de Bush, quien accedió al poder gracias a lo que Josep Fontana ha llamado un “golpe de estado judicial” (en Por el bien del imperio, Pasado y Presente, 2011). Ante semejante panorama no es de extrañar que, incluso cuando las series hablan de los años 20, como en Boardwalk Empire, o de los 60, como en Magic City, la obsesión de los guionistas parezca ser la de rastrear la genealogía del derrumbe de la nación.

Las tres industrias narrativas más poderosas de estos momentos tal vez sean los videojuegos, las teleseries y la telerrealidad. Su influencia es enorme, pero jamás directa. Pasa a través de cada uno de los cerebros, donde ocurre lo que Henry Jenkins ha llamado la convergencia mediática. En nuestras psiques construimos una mitología personal a partir de la remezcla de miles de relatos, personajes, modelos. Una ética individual en tensión con diversas morales colectivas. El viejo debate humanista de si el arte nos hace mejores quedó liquidado en el momento en que asumimos que Mao era librero; Mussolini, hijo de una maestra; Franco, un poco cinéfilo; y Stalin, un lector compulsivo. Yo creo que la cultura, en cambio, sí nos hace más conscientes y críticos, más libres, para bien y para mal. La competencia por cuotas de pantalla ha catalizado la presencia de personajes temibles y de historias desesperanzadoras, apenas matizadas por tímidos happy end como los de The Wire o Mad Men. En las últimas temporadas de ésta se interpreta la cultura norteamericana como un mecanismo en que California genera la innovación y las tendencias que Nueva York transforma en dinero, gracias a la población del interior del país, rural e inculta, consumista. La expansión de los 60 lleva a la muerte de Baltimore en la serie de Simon, a un presente posindustrial, a una sociedad en descomposición. Un sinfín de tramas, situaciones, desafíos o biografías, en guiones y direcciones de alto nivel estético, nos obliga a pensar en serio sobre el presente y sobre la historia que a él conduce.

El viejo debate de si el arte nos hace mejores quedó liquidado al asumir que Mao era librero y Mussolini, hijo de maestra

Dice Javier Gomá en Ejemplaridad pública (Taurus, 2009) que es “impensable una civilización sin una poética” y que “los estilos artísticos han de acomodarse a los ritmos y a las necesidades morales y cívicas de cada estadio histórico”. Soy de la opinión que la lectura de Américo Castro del Siglo de Oro es correcta: del Quijote a Fuenteovejuna, del Lazarillo a La vida es sueño, su literatura se debe leer como una crítica política y moral a un imperio decadente. Una crítica ácida y oblicua, un ejercicio colectivo de decir sin decir, que no deja títere con cabeza. Intuyo que con el tiempo se irán disolviendo y olvidando las series que, como tantísimas tragedias, poemas o entremeses del siglo XVII, no están a la altura de su tiempo o no hacen más que alimentar una industria voraz, e irá quedando un canon que nos permitirá entender mejor nuestra época. Quién sabe si ese canon no será usado, en la democracia del futuro, como un ejemplo moral, aunque represente una constelación de universos que parecen carecer de ella.

Jorge Carrión es escritor. Acaba de publicar la trilogía de novelas Los muertos, Los huérfanos y Los turistas (Galaxia Gutenberg).

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