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Instalaciones, haikus y collages autobiográficos

Con sarcasmo y melancolía, la literatura de Valérie Mréjen va explotando una veta autobiográfica centrada en los sentimientos y las relaciones familiares

Marta Sanz
La escritora francesa Valérie Mréjen.
La escritora francesa Valérie Mréjen.Nathalie Mazéas

He leído cuatro libros de Valérie Mréjen traducidos al español: El abuelo, El agrio, Eau savage y Selva Negra. Todos se caracterizan por explotar una veta autobiográfica centrada en los afectos, la vida familiar, y por poner el foco sobre un personaje que se construye sintetizando sarcasmo y melancolía. En El agrio, el despojamiento de la prosa genera un dramatismo ridículo y, más allá de la antipatía que nos despierten el amante y su acritud, las lectoras nos interrogamos sobre nuestra vanidad y neurosis, sobre la fascinación femenina por los hombres desapegados. En Eau savage, la hiperprotección de un padre da lugar a un diálogo truncado: a un monólogo disperso, cómico, tierno y opresivo, reconocible por casi todas las hijas del mundo. Con la iluminación del abuelo, el novio, el padre y ahora la madre, la escritora conforma un collage que la retrata. Entiendo como un todo los textos de Mréjen y entiendo también que, en el collage, el corte y la fractura son significativos. Con cada tentativa literaria, la escritora coloca espejos contra su propio cuerpo, pero en vez de llevar a cabo esta labor como la fotógrafa Cindy Sherman, que con sus selfies disfrazados probablemente no habla tanto de sí misma como de las lacras que agobian a muchas mujeres, Mréjen practica el elegante ejercicio diferido de autorretratarse acumulando retazos de otros. Sherman opera desde dentro hacia fuera, y Mréjen lo hace al revés: la idea de ser en lo ajeno se combina con el valor de la intimidad, de modo que se amalgaman lo externo y lo interno, periferia y núcleo. Hasta Selva Negra, el tono de la instalación autobiográfica, que Mréjen lleva décadas elaborando con técnicas diferentes y diferentes lenguajes artísticos —vídeo, fotografía, literatura—, siempre tenía algo de aleve. Como aviones ultraligeros. Incluso podríamos calificar sus textos de divertidos. Sin embargo, Selva Negra no busca nuestra sonrisa.

Leo Selva Negra y me intranquiliza pensar que, a medida que cumplimos años, la ciudad y la casa se nos llenan de fantasmas. Algunos se quedan dentro de los álbumes familiares. Otros se refugian en los sueños, enjaulados en la fase REM. Con los más queridos edificamos la fantasía de que en realidad no han muerto. Viven en otro país y no regresan porque están muy enfadados con nosotros. Sensaciones parecidas son las que plasma Valérie Mréjen en Selva Negra: la escritora, huérfana de madre desde que era adolescente, plantea la posibilidad de un encuentro e imagina cómo sería el proceso de reconstrucción de un vínculo. La narradora se multiplica en las voces de sus distintas edades y da lugar a un texto fragmentario, irreconocible desde un punto de vista genérico, que se parece a las ramas de los árboles del bosque de Aokigahara. En la contraportada de esta edición se nos explica que en ese bosque el escritor Seicho Matsumoto ambientó el suicidio del protagonista de su novela Selva Negra. Selva Negra y Selva Negra, y de nuevo la muerte como duplicación. Matsumoto hizo que los suicidas frecuentaran Aokigahara. La literatura funda la realidad, y las conexiones intertextuales entre Mréjen y Matsumoto, entre la reciente literatura francesa y los escritores japoneses —pienso en esa excelente elegía a la hija muerta titulada Sarinagara, de Philippe Forest—, son al mismo tiempo tan delicadas y firmes como el arte de la papiroflexia y la lógica del haiku.

Las imágenes de Mréjen sintetizan una idea impactante; son la hoja de cerezo que nos llega directamente a la razón y al intestino: la madre coge el teléfono y al volver al baño encuentra ahogado a su bebé en la bañera; la mujer entra al hospital y desde ese momento sus síntomas se convierten en un caso —muere pronto—; los huérfanos somatizan la angustia, les duele todo; Éduard Levé se suicida… Para construir esta elegía poscontemporánea sobre la ausencia de la madre, sobre cómo las pérdidas se nos graban en el cuerpo y hacen de nosotros lo que somos, Mréjen no selecciona solo una muerte, sino todas las muertes, como si cada deceso formase parte de una red pegajosa de la que no podemos escapar. Basta con mirar alrededor. La muerte también son las transformaciones en el paisaje urbano: de pronto nos damos cuenta de que la señora que vendía flores en el mercado ha desaparecido. En este punto, no puedo dejar de mencionar Hermana muerte, de Thomas Wolfe, donde se revela lo que la muerte tiene de imborrable; no solo en el recuerdo: es también la mancha que queda en el asfalto tras un accidente. La ligereza de Valérie Mréjen está llena de hondura. Su frío es conmovedor. Y su laconismo esconde un cúmulo de palabras que, por debajo, nombran emociones difíciles de catalogar. Ella sabe que esas síntesis contradictorias —también la de la madre muerta— son un método de conocimiento que nos permite indagar en el fondo de la vida con un tremebundo berbiquí.

Selva negra. Valérie Mréjen. Traducción de Sonia Hernández Ortega. Periférica. Cáceres. 2015. 83 páginas, 14,50 euros.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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