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CRÍTICA | MIS ESCENAS DE LUCHA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pressing Catch sentimental

Película única, desconcertante, tan fascinante como antipática, es uno de esos ejercicios en la cuerda floja que llevan la marca de Doillon

Un fotograma de 'Mis escenas de lucha'.
Un fotograma de 'Mis escenas de lucha'.

La cámara de Jacques Doillon se mueve entre los cuerpos de la actriz Sara Forestier y del actor James Thierrée como si ella fuera un felino siempre a punto de dar un zarpazo y él fuese de ese tipo de perros cuya serenidad, aparentemente inabarcable, no dejase en ningún momento de estar rozando su límite. Durante buena parte del metraje, entre ellos sólo hay palabras, palabras que parecen formar enredaderas de puñales en un incesante, sostenido y extenuante ajuste de cuentas. Mis sesiones de lucha, película única, desconcertante, tan fascinante como antipática, es uno de esos ejercicios en la cuerda floja que llevan la marca de Doillon –cineasta del trauma, la insatisfacción y el sentimiento desbordado– en la frente. Su habilidad para pasar de la dialéctica verbal a la de los cuerpos cómo única solución catártica posible a su psicodrama en apariencia irresoluble fija y define su identidad sabiamente provocadora. No es, definitivamente, un trabajo para todos los gustos, pero la única decisión claramente reprobable que toma el cineasta en este crispado duelo de ambigüedades es la elección de una espantosa tipografía en sus títulos de crédito.

MIS SESIONES DE LUCHA

Dirección: Jacques Doillon.

Intérpretes: Sara Forestier, James Thierrée, Louise Szpindel, Mahault Mollaret, Bill Leyshon.

Género: drama.

Francia, 2013.

Duración: 99 minutos.

Sus protagonistas, un hombre y una mujer innominados, se enfrentan por esa historia de amor que nunca tuvo lugar y por las heridas abiertas que ha dejado la muerte de un padre (el de ella), que olvidó dejar un piano en herencia con la misma despreocupación con la que pasó por su microcosmos familiar sin saber repartir sus dosis de afecto. Doillon –que en Ponette (1996) abordó el desconsuelo infantil tras el fallecimiento de una madre con inquietante veracidad: ¿cómo se logró sostener el dolor de esa actriz de tan sólo cinco años de edad durante todo el metraje?– ordena el relato en un crescendo muy bien calculado que alcanza su cima cuando las palabras desaparecen y queda la brutal, pero finalmente liberadora violencia de los cuerpos. Las escenas finales de Mis sesiones de lucha merecen figurar en toda antología del erotismo increíblemente extraño.

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