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CAFÉ PEREC
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las simpatías interrumpidas

Cultura, salud y educación, han sido reducidas a simples mercancías de los debates electorales

Enrique Vila-Matas

Con su permiso y sólo por desviarles de la comprensible pero arrolladora avalancha de comentarios sobre unas elecciones en las que cultura, salud y educación, han sido reducidas a simples mercancías cuando no convertidas en las grandes ausentes de los debates, quisiera —no es una venganza— decir algo que puede sonar extemporáneo: los libros —sí, aquellos objetos no identificados que iban a ser sustituidos por los ebooks— no sólo sirven para evadirse, sino que son mucho más; son, como decía Sontag, “una manera de ser plenamente humanos”.

 Esa extrema plenitud crea lectores capaces de quedarse conmovidos por el final de algunas novelas, de quedarse impresionados por el silencio que cae de la forma más abrupta sobre personajes con los que han simpatizado. Porque, por raro que parezca, yo sé de más de un amigo que en su momento quedó seriamente afectado por el final, por ejemplo, de Suave es la noche, esa novela que Francis Scott Fitzgerald cierra dándonos expeditivos detalles del vertiginoso descenso del perdedor Dick Diver, al que a partir de un momento empezamos a perderle el rastro: no está muerto, pero está roto, ha fracasado y durante el resto de su vida errará como un espectro.

Suave es la noche es ideal para comprobar que gran parte de las novelas que nos gustan acaban mal. En ellas, algo de pronto se termina, se apaga. Durante todo el libro ha habido vida, aventuras, gentes que no se conocían y que se han cruzado… Pero luego de repente todo se detiene, es el fin, no hay continuación, alguien muere o desaparece, y sentimos un absoluto vacío, se interrumpió nuestra relación con el héroe.

“Don Quijote dio su espíritu, quiero decir que se murió”, escribe Cervantes y nos deja conmovidos porque ya nunca sabremos nada más del gran personaje. Así me siento a veces ante autores admirados que murieron demasiado pronto, o incluso ante algunos que lo hicieron muy tarde. En todos sus tristes, abruptos y solitarios finales se evidencia que hay algo —como diría Roberto Bolaño— que “se extiende por todo el planeta como una mancha, como una enfermedad atroz que de alguna u otra manera pone en jaque nuestras costumbres, nuestras certezas más arraigadas”, nos pone a los pies mismos de la amargura. Es lo que puede sucedernos si llegamos al final, por ejemplo, del gran Flaubert de La educación sentimental, a esas últimas páginas magistrales en las que se nos describe, con la más fría geometría y precisión, el horror del vacío más absoluto, lo que el autor llama, midiendo bien sus palabras, “la amargura de las simpatías interrumpidas”.

No hay duda de que el domingo hubo simpatías políticas interrumpidas por un tipo de elector más lúcido que de costumbre y que muchos no vamos a sentir la menor aflicción por algunos de los monstruos, de los siniestros perdedores que, tras el gran combate, sabemos rotos, fracasados, sonámbulos a lo Dick Diver, fantasmas errantes en salas de recuerdos… Pero bueno, ¿qué está pasando aquí? Creía estar hablando de lectores y no de electores, y veo que en realidad son lo mismo.

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