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PURO TEATRO

‘Cleopatra’: negra flor en la Rambla

Un cruce entre serie negra y crónica familiar, escrita y dirigida por Iván Morales. Emoción y verdad. Y tres grandes: Anna Azcona, Manel Sans y Clàudia Benito

Marcos Ordóñez
Manel Sans, entre Cláudia Benito (a la izquierda) y Anna Azcona, en una escena de la obra ‘Cleopatra', en el Teatre Lliure.
Manel Sans, entre Cláudia Benito (a la izquierda) y Anna Azcona, en una escena de la obra ‘Cleopatra', en el Teatre Lliure.Felipe Mena

1 No sé cómo será L’onzena plaga, de Victoria Szpunberg, el último episodio de Tot pels diners (Todo por la pasta), pero en los dos que se han presentado en el Lliure barcelonés, ese personaje llamado Dylan Bravo, unificador de la trilogía, me ha hecho pensar en una versión benévola del Ripley creado por Patricia Highsmith. En Mammón, de Nao Albet y Marcel Borràs, Dylan quería desplumar y acababa protegiendo a un par de pipiolos en Las Vegas. En Cleopatra, de Iván Morales, vuelve a Barcelona dispuesto a llevar una vida tranquila, pero decide ayudar a una muchacha que ha robado un alijo de droga a un mafioso. Pienso en la señora Highsmith, pero también en el perfume acre de las primeras novelas de Andreu Martín, y la estructura de la pieza me recuerda los monólogos extensos y atribulados y los diálogos al borde del abismo de George V. Higgins. La función, a caballo entre la serie negra y la crónica familiar, retrata a tres perdedores que intentan acercarse y recomponerse, en la línea de Jo mai (Yo nunca, 2013), también presentada en el Lliure. Cleopatra arranca con el enfebrecido relato de Paola dando cuenta del palo y de la huida. Tras muchos años sin ver a su madre (y viceversa), vuelve a su piso del Poble Sec para esconderse, “solo por unos días”. Paola es Clàudia Benito, a la que vi debutar hará un par de años en¿Com dir-ho? (¿Cómo decirlo?), de Benet i Jornet, donde estaba apasionada y convincente. Aquí está sensacional, impecable de principio a fin, sacando adelante un personaje hosco y difícil, con un gran equilibrio entre frescura y técnica. Hacía tiempo, en cambio, que no veía a Anna Azcona en escena, y bien hallada sea, porque parece que Morales le haya escrito el papel a su medida; un papel, como se decía antes, “de gran lucimiento”. Isabel, la madre, oveja negra de buena familia, apodada Cleopatra por su pasado de cantante y bailarina en la Barcelona under de los setenta (yo me la imagino noche tras noche en la Cúpula Venus), es una prostituta (“¡Me he follado a la mitad de los hombres de esta ciudad!”) retirada y enferma, pero rebosante de fuerza, que fuma porro tras porro de maría para combatir el dolor y lucha por crear un sindicato con sus compañeras. Conoce todos los tejemanejes de su barrio, vive en un piso en vísperas de derribo y le ha alquilado una habitación a Dylan Bravo, por el que siente una mezcla de simpatía y desconfianza. Anna Azcona defiende su papel con uñas y dientes. Todavía tiene algún pasaje un poco externo, un poco acelerado, pero predominan la fiereza y el desgarro, como cuando radiografía a Dylan con frases como estas, que traduzco un tanto libremente: “Conozco muy bien a los de tu raza. Hijos de madres cabreadas y agotadas y de padres puercos e idiotas. Hijos del error: os maldijeron al deciros que erais reyes. Y sois los que siempre escapan, los que siempre hieren. Los que hacéis que todo acabe fatal”. Bueno, hay que darle una oportunidad a Dylan. Es cierto que su historial no es prometedor. Tahúr, actor de serie B en Hollywood, pluriadicto y traficante, chamán ocasional, perdedor nato, pero también, en el fondo, cacho pan y último romántico. Que se lo digan a Paola, que le compara con Dylan Dog, el indagatore dell’incubo creado por Tiziano Sclavi: “Misterioso, solitario, un poco brujo. Buen tío, como un hermano. Y con valores”. Esa comparación, por cierto, no es una simple “referencia”. No es “cultura pop”, como diría un académico. Es el mejor piropo que Paola podría echarle, porque ese tebeo es muy, muy importante para ella. Cuando Iván Morales habla de un tebeo, una canción o una película, habla de cosas que le llegan al alma, a él y a sus personajes. Y se nota, vaya si se nota. Para Dylan Bravo es tan esencial el Stabat Mater de Vivaldi como Cleopatra had a Jazz Band, la canción que le pide a Isabel: músicas como jaculatorias, como himnos, como salvavidas. Dylan Bravo es Manel Sans. Ahora me cuesta imaginármelo interpretado por otro. Sans es un actor infrecuente: por cómo se mueve por escena, cómo cuenta, cómo mira y cómo escucha. A veces se apresura un poco, como Anna Azcona, y no le hace falta: cuando comienza a narrar el seguimiento de Paola, Ramblas abajo. Digo esto porque es mi trabajo decirlo, naturalmente, pero lo que queda en la memoria es lo bueno, y de eso hay mucho, casi todo. Grandes momentos: los dos careos de Isabel, con Dylan y con Paola. Y el desayuno. Y la canción solicitada. Iván Morales cada vez escribe y dirige mejor, con mayor hondura y claridad. Cleopatra tiene verdad a espuertas, en el texto y en las interpretaciones, porque da la impresión de que este equipo sabe de qué va la vida, y juegan en serio. Yo sugeriría, sin embargo, algún recorte: unos diez minutos menos no vendrían mal. Es un poco confusa (y reiterativa) la escena que mezcla, en clave de leyenda, lo sucedido entre Paola y su madre, y el robo de la droga. Y es demasiado didáctico el discurso de Isabel a sus Putas Indignadas: viene a decir lo mismo, con superior tensión, durante el diálogo con Dylan. El tercio final está en el punto justo entre la lucidez y la esperanza. Hay una luz inesperada. Y el monólogo último es de las cosas más bonitas y más emocionantes que he escuchado en un teatro. En esa recapitulación, Isabel cuenta su futuro, y el de Dylan, y el de Paola. Y ahí Anna Azcona está enorme, de puro olé.

2 También he visto Distancia siete minutos, otro pedazo de obra que ha llegado a La Villarroel barcelonesa tras una gira tan larga como aplaudida. Otro trabajazo (texto, interpretaciones y puesta) de Pako Merino y Diego Lorca. Este par está haciendo una labor personalísima, que no se parece a nada. Con ecos, claro: Exitus, su anterior entrega, me hizo pensar en Rafael Azcona, y Distancia siete minutos me ha recordado los primeros espectáculos de Robert Lepage: El polígrafo, La otra cara de la luna, Confesional. Tremenda, conmovedora historia que te deja clavado en la butaca. Como esas lluvias que empiezan suaves, te van calando poco a poco y al final llegan al hueso. Hay humor, porque siempre lo hay (esquinado, absurdo, negro) en las obras de Titzina Teatre, pero la historia de ese padre y ese hijo, y el secreto que les atormenta, es un plato fuerte. No digo más, porque hay mucha tela que cortar. Hasta el sábado que viene.

Cleopatra. Texto y dirección: Nao Albet y Marcel Borràs. Intérpretes: Nao Albet, Marcel Borràs, Javier Beltrán, Paula Blanco, Clàudia Benito, Anna Azcona, Mima Riera y Manel Sans. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 26 de mayo, y el 20 y 21 de junio.

Distancia siete minutos. Texto, dirección e intérpretes: Pako Merino y Diego Lorca. La Villarroel. Barcelona. Hasta el 21 de junio.

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