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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Paisaje posapocalíptico con urnas

Ya saben, es la “fiesta de la democracia”, en la patética retórica de quienes consideran que la democracia consiste en que los ciudadanos se expresen cada cuatro años

Manuel Rodríguez Rivero
Tom Hardy y Charlize Theron, en una escena de 'Mad Max, furia en la carretera'.
Tom Hardy y Charlize Theron, en una escena de 'Mad Max, furia en la carretera'.

Nunca escarmiento. Y conste que ya voy teniendo edad para sentar cabeza. Debería grabarme en ella el sabio proverbio que advierte que de grandes cenas están las pesadillas (y las sepulturas) llenas. La secuencia de la velada de marras fue como sigue: por la tarde me había escapado a ver Mad Max, furia en la carretera, la ultratrepidante última entrega (nunca cuartas partes superaron a las segundas) de la saga de George Miller; luego quedé a cenar con unos amigos y amigas tan electoralmente desconcertados como yo para discutir qué íbamos a hacer este domingo (ya saben: la “fiesta de la democracia”, en la patética retórica de quienes consideran que la democracia consiste en que los ciudadanos se expresen cada cuatro años). Como era de esperar, nos pasamos abundantemente en el yantar y el libar, aunque no llegamos a mayor conclusión que la de que, ¡ay!, seguiríamos acudiendo a las urnas con esperanza y sin convencimiento, como quería el poeta. De modo que cuando me acosté iba, a más de desconcertado, cargadito, así que cuando me quedé dormido con un libro en el regazo vino lo que tenía que venir: en mi pesadilla, la señora Aguirre aparecía disfrazada de Imperator Furiosa (el papel que en la peli interpreta la estupenda Charlize Theron), con brazo protésico incluido. Claro que mi inconsciente había provocado un deslizamiento moral, y en mi agitado sueño la obstinada y orgullosa dama ejercía de villana, rodeada de una cohorte pretoriana de decadentes y corruptos que utilizaban a los madrileños como “bolsas de sangre” privatizadas para sus particulares transfusiones, muy necesarias para sobrevivir en el territorio que dominaban. El escenario —de acuerdo con la imprevisible topografía de los sueños— era y no era Madrid: un desierto posapocalíptico y poselectoral de arena y polvo como el de Namibia, en el que, rodeado de ruinas trabajadas por el tiempo y la incuria, se alzaban, como única arquitectura reconocible, los restos del Palacio de Comunicaciones de Palacios y Otamendi, ahora convertido en morada (provisional) de la dominatrix y sus depredadoras huestes. Me desperté, como me ha sucedido otras veces, cuando cayó al suelo el libro que había estado leyendo antes de que me venciera el sueño que todo lo confunde: los Cantares gallegos, de Rosalía de Castro, en la (estupenda) edición de Ana Rodríguez Fischer (Cátedra). Al recogerlo, aún sobresaltado, comprobé que lo último que había subrayado eran estos dos versos memorables: “Mais, ¡ai, pícaro mundo!, ¡mundo aleve!, / ¡quén de teus pasos e revoltas fía?”. Y ahora, a votar, que son dos días.

Batalla

Hay batallas que clausuran el mundo en que se libran y engendran otro muy distinto en el que —así suelen creerlo los vencedores— ya no habrá necesidad de ellas, como anuncia la secular profecía según la cual habrá finalmente una guerra que acabará con todas las guerras. Waterloo fue una de esas batallas en las que todo cambió para que el mundo se reorganizara de nuevo de acuerdo a las nuevas hegemonías. Alessandro Barbero, un prestigioso historiador al que fascinan esas apoteosis bélicas que catalizan y resuelven las tensiones políticas de su tiempo, ya nos había ofrecido en su Lepanto, la batalla de los tres imperios (Pasado y Presente) una muestra de su modo de abordarlas. En Waterloo, la última batalla de Napoleón (también en Pasado y Presente), Barbero se emplea a fondo en comprender qué sucedió y a qué conflictos puso punto final la célebre batalla que tuvo lugar en las cercanías de Bruselas el 18 de junio de 1815 —en unos días se conmemora su bicentenario— y en la que culminó la serie de enfrentamientos entre la Séptima Coalición, dirigida por Wellington y Von Blücher, y el ejército que había conseguido reunir un Napoleón al que el exilio en su principado de Elba no le había restado ni carisma ni capacidad estratégica, como demostró en sus últimos Cien Días de gloria. Barbero, uno de esos benditos historiadores que sabe cómo comunicar al gran público sus conocimientos, encuadra contexto y protagonistas —a los que inviste de un halo literario— antes de proceder a la descripción de una batalla en la que se enfrentaron cerca de 200.000 soldados en un “pañuelo de tierra de apenas cuatro kilómetros por cuatro”, y en la que las diferentes y cambiantes tácticas de los ejércitos en presencia se muestran al lector con pulso narrativo y ágil. Waterloo, que sirvió para acabar durante casi medio siglo con los conflictos de una Europa que había despertado a la revolución, se convirtió en un mito visitado por grandes escritores posteriores —Chateaubriand, Stendhal, Hugo, Thackeray o Balzac— y que persiste incluso en la cultura popular, desde canciones hasta videojuegos de estrategia.

Cuentos

En una de sus entrevistas a escritores que Juan Cruz ha reunido en Toda la vida preguntando (Círculo de Tiza), Zadie Smith afirma que una de las principales razones por las que la gente sigue escribiendo libros es “por la felicidad de terminarlos”. Supongo que la cosa es bien distinta en el caso de un libro de relatos, que —salvo muy raras excepciones— está compuesto por textos que fueron escritos en diferentes momentos y a partir de impulsos e inspiraciones distintos. He pensado en ello a propósito de dos magníficos libros de relatos de sendos autores ingleses, Rudyard Kipling (1865-1936) y Kingsley Amis (1922-1995), publicados recientemente. Al primero pertenece Los libros de la selva (Alba; traducción de Catalina Martínez Muñoz), que recoge los dos volúmenes de cuentos compuestos por Kipling en 1894 y 1895, cuando vivía en Brattleboro (Vermont) con Caroline Balestier, su mujer norteamericana. Para entonces, Kipling ya era un escritor famoso (el Nobel le llegaría en 1907), y estos relatos en que animales antropomorfizados (la mangosta Riki-tiki-tavi, por ejemplo, o el tigre Shir-jan) conviven con niños selváticos (Mougli, Tuméi) contienen algunas de las obras maestras de un escritor al que su dedicación al periodismo enseñó que no existen asuntos sin importancia, y que todo relato puede contener una reflexión moral. Los Cuentos completos, de Kingsley Amis (Impedimenta; traducción de Raquel Vicedo), reúne todos los relatos escritos por Amis a lo largo de una vida en que la escritura (incluido el periodismo), la bebida, las tertulias con los amigos y los constantes adulterios ocuparon la mayor parte del tiempo. Amis destacó sobre todo como novelista, pero en esta recopilación se encuentran algunas magníficas narraciones (en los más diversos registros: de la ciencia-ficción a la sátira social) a las que Lucky Jim (Destino, 1954), Una chica como tú (Lumen, 1960; inencontrable) o Los viejos demonios (Lumen, 1986) no hacen sombra; léanse por ejemplo los estupendos ‘Los amigos del morapio’ o ‘Hemingway en el espacio’. En el epílogo, en el que Amis cita expresamente a Kipling frente a quienes creen que el relato es un género menor, el autor afirma, sin embargo, que para él, y comparado con el esfuerzo que requiere una novela, “escribir cuentos no deja de ser trabajo, sí, pero es como trabajar en vacaciones”.

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