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Donde empezó todo

Brillante y apocalíptico, Félix de Azúa cierra su falsa autobiografía con 'Génesis'. En esta tercera entrega mezcla la antropología cultural con una historia ambientada en Venezuela

José-Carlos Mainer
La 'Torre de babel', de Lukas von Volkenborth.
La 'Torre de babel', de Lukas von Volkenborth.

No es fácil poner límites al contenido posible de una autobiografía, género que tiende a fagocitar cuanto le rodea; la que Félix de Azúa acaba de concluir con su tercer volumen, Génesis, empezó por renunciar al principal de esos límites: seguir el curso de una vida individual. Desde el inicio de Autobiografía sin vida supimos que hablaba por muchos: “No es este un libro que cuente mi vida, sino la de muchos que, como yo, han tenido similares sensaciones, experiencias, emociones, decepciones, aprendizajes”. También en Autobiografía de papel se apelaba a la experiencia de “quienes empezaron a escribir entre 1960 y 1980”, hijos todavía de la llama romántica y de la conciencia burguesa. En uno y otro libro, lo que importó no fue la vida en bruto, sino lo que le proporcionaba sentido y orden: el conocimiento. En el primero nos dio su experiencia del mundo del arte; en el segundo, la de su cultivo de las letras. En ambos, el resultado fue una brillante síntesis de antropología cultural.

Me gustó más la Autobiografía sin vida, que alcanza relámpagos de lucidez y prosa inolvidables al reflexionar sobre la pintura rupestre, proponer la relación entre la representación de la violencia en la Grecia clásica y la Alemania moderna, o al abordar el descubrimiento de lo doméstico en la pintura holandesa del siglo XVII… Autobiografía de papel es un texto más pro domo sua, que aporta sin embargo un refrescante balance de la poesía española hacia 1970 y algunas pistas de interés sobre la historia de la novela y el destino del ensayo. Son textos que no disimulan su convicción de ser testamentos de un tiempo que acaba: en el arte plástico se propone una fecha final, la victoria del arte conceptual en la Documenta de Kassel de 1972; en literatura, Azúa está persuadido de que ha cambiado su papel en la vida social y ya nunca recobrará el que tuvo. Por eso, “todavía somos primitivos de nuestra era, que comenzó hacia 1970”.

Quienes empiecen esta compleja y magnética autobiografía por Génesis, su último tomo, se sorprenderán de que, al cabo de tanta decepción, Azúa regrese a donde empezó todo. Autobiografía de papel nos había prevenido: “Ya que el final casi lo conozco, me queda a mí mismo explicarme cuál fue mi principio. Mi génesis”. Pero el lector tampoco deberá olvidar que hemos definido el propósito de los volúmenes como una antropología de las formas artísticas. ¿Por qué no iniciarlos, entonces, con una verdadera cosmogonía, que averigüe cómo el ser humano se empeñó en complicarse la vida al reflejarla en un repertorio de objetos y lenguajes simbólicos? En los capítulos impares de Génesis, Azúa ha escrito una personalísima, corrosiva e hilarante revisión del primer libro de la Biblia (con algunos rasgos de las leyendas wagnerianas), donde las luchas de los dioses entre sí han dejado por vencedor al más paranoico y arbitrario de todos y donde el aburrimiento de este ha dado origen a la creación. Son espléndidas las páginas sobre la torpeza inicial del ser humano, sus inquisiciones sobre los animales que lo acompañan o las conversaciones con la mujer, en el empeño caprichoso de dar nombre a todo; lo son también las páginas que suceden a la muerte de Abel por Caín —un accidente provocado por el propio Dios— y sobre los pasos de las tribus que se dispersaron cuando la ruina de la torre de Babel, en demanda de un perdón imposible. Pero no nos impresionan menos los atrevidos escenarios —el paraíso, el árbol de la vida y el de la ciencia del bien y del mal— que Azúa imagina con el poder visual de un nuevo William Blake.

Y no es tan difícil intuir, cuando menos, la oscura relación que une la cosmogonía de los capítulos impares con el relato de los pares, ambientado en la Venezuela de los años cincuenta, en plena fiebre petrolera, bajo el signo del despilfarro y del machismo rampantes. ¿No tiene algo de historia bíblica el episodio de una viuda apetitosa y millonaria que va a cambiar el marido muerto —que casi ejercía funciones de padre— por un sobrino recién llegado de España al que, en realidad, interesa más la hija núbil de su futura esposa? ¿No hay mucho de primigenio y salvaje en ese duelo de automóviles americanos en el que pretendiente y enemigo hallan la muerte? Y es que, justo al final de esta historia, la autobiografía encuentra a su autor: Verónica, la joven heredera venezolana, ha ido a vivir a Madrid y ha hallado al protagonista, ocupado en estudios de arte y literatura, “actividades características de aquellos que habiendo conocido el Paraíso lo perdieron”. Sin duda, todo lo que hemos leído en los tres volúmenes de esta obra ha narrado los orígenes y el desarrollo de “una construcción humana que rechaza el mundo real al que nos vemos arrojados y construye otro mundo nuevo, tan virtual como cualquier programa técnico”. Esta es la verdadera torre de Babel que los seres humanos, tan soñadores como tenaces, han levantado, no para pedir perdón al dios que los creó, sino para elevar ante su presencia “la única afrenta al Creador de la que no puede defenderse”: el arte y la literatura. Apocalíptico y sardónico, inteligente y brillante sobre toda ponderación, Azúa ha construido un testamento inquietante que, sin duda, Juan Benet —tan mencionado en este texto— hubiera visto con orgullosa aprobación.

Génesis. Félix de Azúa. Literatura Random House. Barcelona, 2015. 192 páginas. 16,90 euros (digital, 10,99).

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