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GENIOS E IMPOSTORES / 7
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gastronomía, arte conceptual

¿Qué diferencia hay entre un paisaje de Monet y una menestra deconstruida?

Manuel Vicent
Plato yuzu con virutas de coco y ajo negro del restaurante elBulli.
Plato yuzu con virutas de coco y ajo negro del restaurante elBulli.

Al entrar en el restaurante de tres estrellas Michelin fuimos recibidos y acompañados a la mesa por una joven vestida con un traje de seda de tonos oscuros. Éramos siete los comensales, en apariencia con el cerebro en perfecto estado, salvo uno que aún no lo tenía formado, puesto que era un niño de siete años. Una vez aposentados con toda clase de deferencias, la joven impuso silencio con un gesto y tomó la palabra para explicarnos lo que íbamos a degustar en el almuerzo. Mandó que observáramos la extraña pinza que formaba parte de los cubiertos sobre el mantel. Con mucho cuidado, deberíamos usarla para pellizcar y llevarnos a la boca unas hierbas autóctonas que flotaban en un recipiente de nitrógeno líquido, a modo de jardín japonés, entre pequeños cantos rodados recogidos uno a uno para la ocasión en la playa vecina.

A continuación, nos iba a ofrecer una espuma de algas batida con raspas de salmonete. Pese a que los comensales creíamos tener mucho mundo, frente a la autoridad culinaria de aquella joven que describía manjares imposibles, todos parecíamos estar sometidos al síndrome del sirviente. Todos menos el niño de siete años, que, en el momento en que la joven se disponía a narrar otra salsa elaborada con ojos de congrio caramelizados, cortó de repente su discurso y exclamó: “Yo quiero una ración de calamares fritos”. Se produjo un silencio embarazoso seguido de una contraseña a la cocina. Uno de los pinches salió disparado por la puerta falsa hacia un chiringuito de la playa y trajo a la mesa del restaurante de tres estrellas Michelin una ración de calamares a la romana. Entre los siete cerebros de los comensales allí sentados, tal vez el del niño era el único que funcionaba con normalidad, todavía sin complejos culinarios.

Coincidí un día con Gabriel García Márquez, su mujer y otros amigos en el restaurante Tezca, una franquicia que Juan Mari Arzak posee en la zona Rosa de la Ciudad de México. Juan Mari, casualmente, estaba allí y vino a sentarse con nosotros al final de la cena e iniciamos una tertulia de sobremesa, mientras los clientes se veían obligados a pasar por delante de nosotros al abandonar el local. No hubo nadie que no se detuviera a felicitar al famoso cocinero y, para darle un abrazo, tenían que hacerlo sobre la espalda del premio Nobel. Ninguno de los comensales que salían con el estómago agradecido se dignaron dirigirle ni siquiera una palabra de admiración. Por lo visto, era más importante inventar una morcilla con cerveza o una anchoa con pera de vinagre que escribir Cien años de soledad.

Huevos y ferias

En el restaurante Tezca, de Juan Mari Arzak, en México, los comensales abrazaban al chef sin reparar en que le estaban dando la espalda al nobel Gabriel García Márquez.

En el Café de Flore de París, Picasso tomaba huevos duros con sal mientras pintaba el Guernica. Esos huevos también pudieron inspirar el existencialismo de Sartre y Camus.

La ciudad de Lyon, reino de Paul Bocuse y de Alain Chapel, es el origen de la nueva cocina.

Ferran Adrià participó como artista en la Documenta de Kassel. El restaurante elBulli se convertió en el pabellón G de la feria.

Hacia el año 1500 de nuestra era, durante la dinastía Ming, el cuerpo de cocineros de la Ciudad Prohibida de Pekín se levantaba a las cuatro de la madrugada para preparar los manjares que el emperador debía degustar al mediodía. El jefe de cocina estaba obligado a imaginar diariamente cuarenta diminutas raciones siempre distintas, en un prodigioso equilibrio armónico de sabores, que no se parecieran nunca a las elaboradas el día anterior. Esos cuarenta bocados servidos en cuarenta platillos de porcelana debían desarrollar una sinfonía al paladar a capricho del emperador, quien mandaba decapitar al jefe de cocinas cuando una de aquellas creaciones no era de su agrado. Esa pena de muerte frente al sentido del gusto fue la que elevó la gastronomía china a una obra de arte.

En tiempos ya lejanos, una de mis ilusiones al llegar a París consistía en sentarme en el Café de Flore con la idea de comerme uno de los tres o cuatro huevos duros que había en un cuenco en cada mesa a merced de los clientes, junto a un salero. Sabía que Picasso los tomaba mientras pintaba el Guernica e, incluso, pudo suceder que esos huevos duros inspiraran el existencialismo de Jean-Paul Sartre y de Albert Camus. En realidad, se trataba de una meta gastronómica llena de literatura. Aunque estaba curado de espantos, puesto que en el hotel Negresco de Niza ya había visto a un perro caniche sentado en un taburete a la mesa entre sus amos con una servilleta colgada del collar de perlas, atendido con gran deferencia por el maître, quien le proponía compartir y degustar a medias con ellos la petite soupe de homard en gratin crémeux, en uno de los viajes a París pasé por Lyon, el reino de los cocineros Paul Bocuse y Alain Chapel, origen de la nueva cocina, donde me vi en la obligación de definirme ante un plato cuadrado, muy grande, que contenía una ración muy pequeña, de texturas volátiles, compuesta con el artificio de una instalación. Por primera vez, supe que, lejos de ser una comida para desdentados, la nueva cocina consistía en convertir la sustancia de los alimentos en una elaboración de formas.

En el largo camino de perfección a través de sucesivos restaurantes de moda he tenido que enfrentarme a un yogur con flujos vaginales para llegar a la evidencia de que algunos cocineros han convertido la gastronomía en un arte conceptual, sin que exista emperador que corte la cabeza a los master chefs impostores. La última cota de esta conquista la ha coronado Ferran Adrià al ser admitido como artista en la Documenta de Kassel. De hecho, su restaurante elBulli, de la cala Montjoi de Roses, quedó convertido en el pabellón G de la feria, donde eran invitados a comer dos asistentes cada día a elección de su director, Roger Buergel. Hoy, Ferran Adrià es considerado un artista en cuyo laboratorio se convierte cada plato en una instalación, los alimentos en formas, antes que en sabores, creaciones que van dirigidas no al estómago, sino a la mente. ¿Qué diferencia hay entre un paisaje de Monet y una menestra deconstruida en texturas, entre un mármol de Brancusi y una pequeña escultura de falso caviar de melón? Solo que, para llegar al espíritu, una obra de arte entra por los ojos y otra por la boca sin más.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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