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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Magnates, filósofos, soldados

Penguin marca territorio frente a Planeta y otros interesados en el pastel hispánico. Savater hace un retrato intelectual de Voltaire. Las cartas aliviaban la vida en la trinchera

Manuel Rodríguez Rivero
Soldados alemanes leen en una trinchera en la Primera Guerra Mundial.
Soldados alemanes leen en una trinchera en la Primera Guerra Mundial.Cordon Press

Aterrizó en Madrid, con el aplomo de un comandante en jefe cumplimentando visita a las regiones conquistadas, Markhus Dohle, consejero delegado de Penguin Random House y responsable mundial de los 250 sellos que componen su “editorial multidoméstica”, como se empeña en designar al monstruo de la edición del que es patrón máximo y que, tras sus últimas megacompras, ocupa el quinto lugar en el ranking mundial, con una facturación (en 2013) de 2.655 milloncetes de euros. Con la ya imprescindible vestimenta informal impuesta por los CEO de Silicon Valley, y un rostro que parece una copia menos arrugada del de Jeremy Irons, y en el que aflora una sonrisa “de patata” para el fotógrafo, Dohle no ha ocultado su optimismo en las entrevistas concedidas durante su cameo madrileño: tras la fusión con Penguin (de la que se desprendió Pearsons, el primer grupo mundial de la edición) y la compra (una ganga) de las editoriales generalistas de Santillana, la corporación que dirige le ha arrebatado el cetro a Planeta (octavo grupo mundial) en América Latina. Claro que él insiste, con el desparpajo de un político lanzado a convencer a indecisos, en que en su grupo —que publica, atención, ¡dos millones de libros al día!— se sigue teniendo la sensación de ser una “empresa pequeña”. Enternecedor ese deseo de los grandes editores de parecer (y sentirse) pequeñitos: José Manuel Lara también añoraba al final de su vida el trabajo del pequeño editor independiente. Por lo demás, Dohle afirma que uno de sus objetivos fundamentales es hacer que el lector siga “interesado en la lectura en un mundo en que cada vez hay menos librerías” (¡glup!). Lo que no dice es que su visita (y su empeño en que la prensa la reflejara) también tiene que ver con marcar territorio frente a Planeta y otros grupos interesados en el pastel hispánico. Por ejemplo, HarperCollins, la enorme división editorial de News Corporations —el supergrupo de comunicación del controvertido magnate Rupert Murdoch—, que tras la compra de Harlequin (uno de los primeros productores de novelas románticas y literatura “de mujeres”), y la creación de sus subdivisiones HarperCollins Español (para América Latina) y HaperCollins Ibérica, aterrizará pronto por aquí, con el último Harper Lee en su muestrario. Y, quién sabe, en esta nueva época de concentraciones y gangas editoriales, quizás busque la amistad de Planeta, conformando entrambos lo que en contexto electoral se llamaría frente unido. En cualquier caso, queda motivo para el optimismo: si los grandes magnates internacionales siguen jugándose su dinero en la edición, significa que el libro, en sus formatos físicos y virtuales, sigue teniendo futuro.

 Voltaire

El profesor de francés del colegio religioso al que mis padres (buena gente, pero no perfectos) me enviaron cuando vinimos a vivir a Madrid, aseguraba que “François-Marie Arouet, dit Voltaire” murió en su lecho retorciéndose de dolor, arrancándose los cabellos de desesperación, y echando espumarajos por la boca mientras renegaba de su “ateísmo” y pedía a gritos una confesión que sus acólitos le negaron, creyendo que había perdido la razón: “indigno fin” —añadía, más o menos, el preceptor— “por la perversidad de sus escritos, incluidos en el Index Librorum prohibitorum”. Así fue como empecé a interesarme por Voltaire, a quien leí —el Cándido y los Cuentos filosóficos— algo más tarde. Venerado como una de las mayores glorias literarias de Francia, el atentado de Charlie Hebdo ha acrecentado una popularidad que pocas veces ha sufrido menoscabo. De repente, y en plena conmoción por el asesinato múltiple de los dibujantes, los franceses volvieron a acordarse, mientras buscaban respuestas, de su Tratado sobre la tolerancia, un panfleto publicado en 1763 contra el fanatismo católico y en favor de la rehabilitación del protestante Jean Calas, a quien se ejecutó bajo la fabricada acusación de haber apiolado a su hijo para evitar que se convirtiera a la religión “verdadera”. Las ventas del librito, que contiene una panoplia de argumentos contra la intolerancia que no ha perdido vigencia, se dispararon meteóricamente, concediéndole una nueva oportunidad editorial que consiguió encaramarlo durante unas semanas en las listas de más vendidos. Fernando Savater, nuestro más conspicuo volteriano por afición y vocación (véase, por ejemplo, El jardín de las dudas, su biografía-ficción del personaje; Planeta, 1993), y que a menudo ha llevado a la práctica la “vocación intelectual de intervención” que, según afirma, constituye el legado fundamental del escritor francés, ofrece en Voltaire contra los fanáticos (Ariel) un breviario personal compuesto por fragmentos de algunas de sus obras (ninguna de ficción) y de su correspondencia. El conjunto forma una especie de retrato intelectual de Voltaire, de sus filias y fobias, de su característico tipo de humor y de algunas de sus “intervenciones” más sonadas. Sobre el fanatismo hay cuatro entradas específicas, complementadas por algunos artículos propios escritos con motivo del atentado de Charlie Hebdo, lo que justifica el paratexto “Je suis Charlie” que los editores han estampado en la cubierta. Me quedo con una frase extraída de una carta a Federico II de Prusia, el “rey filósofo” (y, también, “rey soldado”): “Si la superstición ha hecho durante tanto tiempo la guerra, ¿por qué no habría que hacérsela a la superstición”. Tomemos nota.

Soldadesca

En su entretenido Postdata (Taurus), un ensayo sobre el correo y la correspondencia tradicionales compuesto al abrigo de la marea de nostalgia que su desaparición suscita, Simon Garfield recordaba que las cartas tenían el poder “de engrandecer la vida”. Su liturgia —el sobre, el sello, la pluma, el proceso mental más pausado de quienes las redactaban, la utilización de toda la mano— humanizaba el rito, lo hacía cercano. Entre las recientes recopilaciones de cartas más o menos antiguas, ocupan un lugar especial las enviadas por los soldados combatientes, de las que he elegido tres libros recientes. Cartas de la Wehrmacht (Crítica), compiladas por Marie Moutier, ofrece una muestra significativa de las que escribieron los soldados alemanes desde todos los frentes de guerra; No esperamos volver vivos (Alianza; edición de Diego Blasco) proporciona una pequeña antología de las enviadas por los soldados japoneses durante las guerras del siglo XX, incluidas algunas de las que escribieron los kamikazes antes de su inmolación y de su póstumo acceso a la dignidad de gunshin (dioses militares); por último, en Voces de la trinchera (Alianza), el historiador James Matthews ha seleccionado un magnífico conjunto de cartas escritas a sus seres queridos por los combatientes republicanos del frente andaluz durante la Guerra Civil; cartas de reclutas, a veces semianalfabetos, que constituyen un contrapunto al discurso retórico oficial y que revelan —a pesar de la autocensura— el aburrimiento de los soldados, su escepticismo, su cansancio, sus pequeñas confraternizaciones con el enemigo, su deseo de que todo acabe de una vez y de volver a casa. Un libro emocionante y revelador. 

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