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‘Mondo’ Nabokov

'Cosas transparentes' es uno de esos libros más grandes por dentro que por fuera

Nabokov, visto por REP.
Nabokov, visto por REP.

Sabemos que Francis Scott Fitzgerald es aquel mártir autodestructivo que —más allá de las luces verdes en su obra— nos enseña a los escritores, con su vida plagada de banderas rojas, a cómo no ser tan buenos a la hora de que las cosas salgan inmejorablemente mal, peor aún, crack-up…

Vladímir Nabokov —por lo contrario—es el mejor y más envidiable (buen) ejemplo posible: la saga de comienzo incierto y final MUY feliz de un autor excéntrico que se vuelve central con un libro con nombre de niña y que, bien pagado desde entonces, le permite ser más excéntrico todavía hasta su muerte. Sí: pocos escritores más contentos con lo suyo que el ruso de nacimiento pero extranjero universal que domó como ninguno al idioma inglés para luego liberarlo como nadie.

Y la regocijante y regocijada reciente lectura del indispensable y voluminoso pero tan ligero Letters to Véra (800 páginas en Penguin Classics, 2014, recopilando sus amorosas y aleteantes y coloridas misivas a su musa/esposa) me llevó de regreso a la suyo.

Ahora bien, ¿por qué puerta entrar al Grand Hotel Nabokov para instalarse por toda la temporada o para realizar apenas una pasajera escala? Hay muchas opciones y, lo confieso, hoy día sigo sin conseguir abrir la cerradura (no soy el único nabokovista al que le pasa, Martin Amis y John Banville también han fracaso en el intento) de esa suite de-luxe que es Ada o el ardor. Tampoco es recomendable empezar a regresar sobre los pasos de la magnífica pero muy exigente La dádiva (u otros especímenes tempranos escritos en su lengua materna) o con los formidables experimentos sobre el punto de vista como La verdadera vida de Sebastian ­Knight, Desesperación, Pálido fuego, la autobiografía alternativa ¡Mira los arlequines! y la memoir selectiva Habla, memoria. Y, claro, Pnin (que debería ser filmado ya por Wes Anderson) o Lolita serían reentradas demasiado obvias.

Mi recomendación entonces es echar la red y enredarse en ese destilado tardío en el que, en frasco engañosamente pequeño albergando perfume exquisito (se trata de uno de esos libros mucho más grandes por dentro que por fuera), está todo Nabokov y todos los Nabokov: Cosas transparentes, de 1972.

Nouvelle bastante incomprendida en su momento (“Las críticas oscilan entre la más desesperanzada adoración y el odio más impotente. Muy divertido”, anotó VN en su diario) que, con los años, me parece de lo más encandilador e iluminante del mondo Nabokov. Allí, de nuevo, el espasmódico vals de lo que se recuerda y el twist lento de lo que se decide olvidar, la omnipresencia del pasado y la textura del tiempo, una nínfula volátil y mariposeante, la pasión desatada y los nudos de la desilusión romántica, la animación de objetos, un asesinato amoroso y fou, los sueños como repositorio nada freudiano de la realidad, una Suiza, un gran escritor espectral, la sospecha de que puede haber un más allá regido por una inteligencia superior y divinamente autoral y ex machina y, por encima de todo y de todos, un inconfundible homo Nabokov. El antiheroico editor y sonambulante corrector de pruebas norteamericano Hugh Person, cuya opaca brillantez no supera su resplandeciente y casi oblomoviana pereza. Y cuyo destino es, también inequívocamente inequívocamente nabokovero: abrazar la locura para luego poder recuperar la razón. O abrazar la razón solo para poder después recuperar la locura. Las misteriosas últimas líneas de Cosas transparentes son, en realidad, la bienvenida de un nuevo comienzo en otra parte, lejos, más lejos todavía. Partir para poder volver. Nada avanza más que la marcha atrás.

En su momento, un crítico apuntó que el retrofuturista Cosas transparentes “es un libro feo y nada adorable que comienza a tocar al lector solo a la segunda vez. Es, por supuesto, una obra maestra”.

Pues eso, esto; y aquí vamos otra vez —de espaldas hacia delante— rumbo a ese lugar del que nunca debimos irnos.

Cosas transparentes. Vladímir Nabokov. Traducción de Jordi Fibla. Anagrama. Barcelona, 2012. 158 páginas. 16,90 euros.

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