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De tiempo, memoria e historia

La exitosa serie ‘El Ministerio del Tiempo’ propugna que los hechos no deben ser alterados para que la historia se cumpla

Viajar en el tiempo como en la serie de TVE El ministerio del tiempo, ¿para qué? La propuesta no es más que un juego en el que cada cual puede participar estableciendo las reglas que le parezcan oportunas. Más libertad no cabe. Como cuando en la hipótesis creacionista se concede a un ser todopoderoso un tiempo infinito para que diseñe el universo deseado. ¿Quién no propondría ciertos retoques al resultado obtenido?

De manera similar, si se nos brinda la ocasión de intervenir en la historia ¿quién se sustraería a la tentación de arreglar un par de cosillas? La satisfacción plena no suele ser una actitud habitual entre los mortales. Si tal circunstancia llega a producirse sería conveniente reflexionar sobre las motivaciones que pudieran explicar la impasividad total.

La lámpara de Aladino no tendría sentido si la posición mayoritaria fuera la de mantener las cosas tal cual están/son. Resulta obvio que si nada se desea cambiar es que el agente está absolutamente satisfecho, o quizá que el protagonismo en el juego le resulta demasiado grande para sus capacidades.

Somos seres imperfectos y el conjunto de nuestras acciones genera imperfecciones, aunque algunos lo niegan. La historia es, en consecuencia, un pretérito imperfecto. Cómo nos enfrentamos al pasado está muy íntimamente relacionado con nuestra forma de pensar el mundo, de vivirlo, de empatizar con nuestros congéneres, de anhelar una realidad mejor. ¿Cómo podemos conformarnos con la aceptación del orden establecido?

Es posible, aunque inverosímil, que el estoicismo haya calado profundamente en nuestro pensamiento. La idea de que la frustración es el fundamento de la infelicidad y que la mejor medicina es renunciar al deseo está en los cimientos de las tradiciones filosóficas más universales que se instalan para siempre a partir del siglo V a.C. Puestas al servicio de los dominantes, contribuyen a producir comunidades sumisas, aletargadas. En principio, no buscaban esa meta, pero lo que pretendía ser una solución individual se convirtió en una forma de estar en el mundo para los sometidos que, de ese modo, no incomodaban a los dominantes. Y fue así, definitivamente, al menos para Occidente, desde el siglo IV d.C.

El ciudadano óptimo, pues, es aquel que sestea viendo pasar la vida sin expresar otro juicio que el que se le brinda definitivamente construido, es decir, el que coincide con el sentido común elaborado por el poderoso para convertirlo en ideología dominante.

El destino inexorable es principio fundamental en la tragedia griega. Lo que está escrito para cada cual ha de cumplirse sin posibilidad de alteración. La historia es el conjunto de destinos cumplidos y, por tanto, para siempre inalterables. Estudiar, observar o mirar el pretérito imperfecto genera nostalgia, pena, dolor, rabia. ¿Quién mínimamente sensible no desearía cambiar algo en caso de que tuviera la ocasión? Quizá no somos tan estoicos; quizá tampoco la meditación trascendental nos haya dado la oportunidad de enajenarnos de la pasión humana.

Tal vez la insistencia en la idea de que nos hemos dotado del mejor modelo de organización posible haya hecho mella en todos nosotros para contribuir en el desarme ideológico propiciado por los sistemas filosóficos dominantes antes mencionados. Lo hemos hecho tan requetebién que mejor no menearla. ¡Buenos días, don Abulio! ¡Buenos los tenga usted doña Apatía!

Arrolla, dicen los entendidos, esa serie en la que los protagonistas viajan al pasado para contribuir a que la historia se cumpla. Para lograrlo, se idea un Ministerio del Tiempo, en el que funcionarios bien instruidos trabajan obedientes al dictado de un sesudo responsable que tiene el peso del cumplimiento de la historia.

Hay bastante unanimidad en el encomio de la calidad del producto televisivo. Poco importa la opinión en ese sentido de quien esto escribe. Solo diré que entre nuestros muchos males se cuentan el corporativismo, la falta de autocrítica y el escaso rigor.

Quienes se rasgan las vestiduras por las licencias anacrónicas para formalizar sus críticas son tan estériles como quienes aplauden la valentía del producto. Es ficción y en consecuencia no se puede reclamar “historicidad”. Pero por ese mismo motivo la serie no se puede abrogar una cualidad didáctica. El Ministerio del Tiempo no es la historia. Es engañoso decir que esta se aprende viendo la serie, porque ¿cuál es la historia que se enseña? Una llena de tópicos que contribuyen a construir un imaginario colectivo en el que una vez más se nos hace creer que la historia es la de los “hechos”, que no se deben alterar, para que la historia se cumpla. La de los grandes personajes, que deben apurar sus copas para que nada cambie, a pesar de que hemos estado a punto de hacer posible otro curso para la historia. Pero se nos ha echado encima el aparato del Estado, con un ministerio eficaz y sus recursos humanos, para caparnos en el sofá de casa la ilusión de que podíamos cambiar la historia.

La consciencia del creador es secundaria en este sentido. Cabe la posibilidad de que ignore los significados de sus opciones, la lectura más banal es que como patria tenemos una historia excepcional, dramáticamente hermosa, singular gracias a sus héroes, modelos o antimodelos para el tiempo presente. Un buen patriota ha de amar su historia, acabada e inexorable, como la tragedia griega. Nada merece la pena cambiar. Los desperfectos se arreglan con un guiño al espectador, una gracieta intergeneracional, que dé la apariencia de cierta iconoclasia, una burla sin sobredosis de acidez, para captar a los jóvenes díscolos sin herir a sus mayores. Entretenimiento asegurado. Misión cumplida.

Dicen que es un producto pop. Es, a todas luces, posmodernidad en estado puro. Dicen que es un homenaje al surrealismo. Al margen de la corriente artística, el sustantivo tiene otros campos semánticos, búsquense sinónimos en un diccionario apropiado.

El Ministerio del Tiempo cumple con su función, la de lograr que la historia coincida con un final preestablecido. Ese final es la historia que conocemos. No necesariamente la que fue, sino la del relato establecido por los creadores de la historia. La ausencia de una posición crítica ante esa historia dada obliga al espectador a asumir que la verdad está impresa en la serie que lo entretiene. Sin embargo, más allá de los hechos puntuales, hay una metahistoria que, conscientemente o por azar, los responsables del guión asumen. Eso significa que, lo pretendan o no, transmiten un mensaje tácito en unas ocasiones, explícito en otras, que contribuye en la construcción de unos valores comunes, de una sensibilidad social o de una insensibilidad histórica, cuyo servicio a los intereses colectivos resulta más que dudoso.

No me irrita la serie, me duele la historia y por eso sueño con la idea de cambiar el destino.

Jaime Alvar Ezquerra es catedrático de Historia Antigua en la Universidad Carlos III de Madrid.

El último capítulo de la primera temporada de El ministerio del tiempo se emitió el lunes pasado, con el compromiso de la cadena, TVE, de continuar la serie.

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