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Desesperación y culpa

Conget regresa a la novela con desenfado lúcido y humor sombrío en unas páginas divertidas y a la vez desazonadas

José-Carlos Mainer

José María Conget se encuentra a gusto en ese género que las solapas de sus libros llaman “de difícil clasificación” y donde se mezclan gratamente (e indivisiblemente también) la autobiografía vista con higiénica ironía, la memoria sentimental del coleccionista y el gusto por el relato. Comenzó sin embargo escribiendo novelas y le debemos una divertida trilogía sobre la resaca moral del 68 español, reimpresa con el título global de Trilogía de Zabala y con un prólogo de Ignacio Martínez de Pisón (la primera edición fue de 1981-1986; la conjunta, de 2010). Un año antes reeditó su segundo relato extenso, Todas las mujeres (1989 y 2009), y al prefaciarlo se ha distanciado de su protagonista de entonces, cuyas “impotencias literarias y sexuales tenía bien merecidas” y que representaba una “especie de Woody Allen celtíbero”. También la nota que cierra su ultima colección de relatos, La mujer que vigila los Vermeer (2013), ha consignado que “hay menos humor que en mis libros anteriores”: no está el horno para bollos, ni la vida para “novelas de amor y risas”, como llamó en broma a las suyas.

Sus lectores le agradecemos, sin embargo, que no haya desaparecido aquel humor que tenía un pie en el cachondeo de pandilla y otro en la befa culta, donde homenajeaba tan paladinamente la huella de Julio Cortázar. Y celebramos que haya regresado a la novela. La de ahora, La bella cubana, se alimenta del desenfado lúcido de siempre y del talante escarmentado de ahora, como el actual cine de Allen alterna sombría tragedia y fantasía bienhumorada. Los héroes masculinos de Conget siguen siendo acomplejados, cobardes y autocríticos, pautados por las citas literarias o cinematográficas que los habitan, mientras que sus mujeres siguen siendo mucho más listas, generosas y vitales. La ambición de escribir sigue siendo fuente de frustraciones y masoquismos y, en parte por eso, las novelas tienden espontáneamente a confundirse con cartas dirigidas a un destinatario cómplice y a menudo inexistente (“la ironía de sustituir la carta que uno no se atreve a escribir por una novela sobre alguien que, como no puede escribir una novela, escribe una carta”, leemos en Todas las mujeres). En su mundo narrativo, la perspectiva de los unos se incardina en la de otros, y todas en una jocosa relativización metaliteraria (que ahora es menos deudora de las pautas de la novela estructural y más personal que antes).

Han pasado 30 años y los personajes también han dejado de vivir en la provincia donde hay cines de sesión continua, tranvías y cafés, y viven en Nueva York entre librerías, viajes en metro y cenas de sushi y cerveza de marca. Los héroes de La bella cubana son dos jóvenes universitarios españoles de los años noventa: Gustavo, obsesionado por la insana pasión de triunfar en literatura, y Lara —homenaje a la heroína del Doctor Zhivago de David Lean y no al de Pasternak, por supuesto—, que vale más que él. Y en torno de ellos, sus demonios… En el caso del chico, una profesora argentina, Nilda, que sublima su oscuro pasado de militante torturada en el ejercicio de un sexo turbio y dominante que fagocita a Gustavo. En el caso de Lara, el daimon es la figura protectora de Rubén Salas, el gato escaldado y cincuentón que ha decidido vivir al pairo, sin oponer resistencia. Salas encarna cuanto resta (pedantería venial, egoísmo, torpeza) de aquellos personajes de los años sesenta y es el héroe verdadero de la historia. Héroe es un personaje que tiene pasado y por el discurso de Rubén Salas se desliza (al comienzo, en forma de interrupciones verbales enigmáticas; luego, como un chorro de culpa y nostalgia) la vieja historia de su infancia: un padre al que le une una mezcla de afecto, repudio y necesidad de que le quiera. Y a la vez se reconstruye otra herida más cercana: la del hijo que rechazó en su día. En Todas las mujeres, Iris tuvo un niño, el Jenrifonda, con el que su padre nunca supo muy bien qué hacer; nuestro Rubén rechazó a Nadia y su embarazo, y jamás expiará su estupidez de entonces. Por eso, cuando Lara va a tener un hijo de su incorregible Gustavo, Rubén se convierte en su paladín. Los dos relatorios de Rubén, tanto el dirigido a su padre como aquel en que recuerda el “me quiero morir”, que gemía Nadia, están entre las mejores páginas que ha escrito Conget.

Es significativo que la hilarante escena sexual que inicia la novela esté destinada a reproducirse trágicamente al final cuando Rubén Salas decide infligirse un terrible autocastigo. Porque el humor también ocupa aquí las moradas de la desesperación y de la culpa. El lector reconocerá también cuánta comicidad (y cuánta vanagloria estúpida) hallamos en esta novela que trata de las miserias de la “gestión cultural” internacional, donde se reparten precarios puestos de trabajo, se gestan inquinas y apodos, y la cultura es bastante menos que mercancía. Por allí asoma el propio Conget como personaje en su puesto del Instituto Cervantes neoyorquino, y su mujer, la traductora Maribel Cruzado, ambos albaceas perplejos de Salas. Además pululan algún probo y pío funcionario y bastantes escritores visitantes que, sin duda, tendrán por alguna parte sus modelos vivos. Importa poco: donde vivirán siempre es en estas páginas divertidas y también desazonadas.

La bella cubana. José María Conget. Pre-Textos. Valencia, 2014. 201 páginas. 20 euros.

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