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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tras el conejo que llega tarde

'Alicia en el país de las maravillas', que cumple 150 años, sigue ejerciendo una enorme influencia en la literatura infantil

Manuel Rodríguez Rivero
Fotograma de 'Alicia en el país de las maravillas', de Tim Burton.
Fotograma de 'Alicia en el país de las maravillas', de Tim Burton.

Una niña, un punto más aburrida y perezosa de lo que sería deseable (no le gustan los libros sin ilustraciones ni diálogos), penetra en la madriguera de un conejo blanco al que ha estado siguiendo y desde allí accede a uno de los mundos de fantasía más fascinantes que ha dado la literatura infantil. Así arranca —seguro que lo han adivinado— Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de cuya publicación se conmemora el 150º aniversario. Su autor, Charles Ludwig Dodgson (1832-1898), más conocido como Lewis Carroll, era un típico glergyman victoriano, gazmoño, tartamudo y de una desarmante timidez, que ejercía como don de lógica y matemática en el Christ Church de Oxford: una existencia tan ordenada y desprovista de acontecimientos que justifica que Virginia Woolf afirmara de él que “no tuvo vida”.

Hoy sabemos que el germen de su obra más conocida le sobrevino muy cerca de allí, durante un paseo en barca, acompañado por otro reverendo y tres niñas, por el Isis, que es el nombre que toma el Támesis a su paso por la ciudad. En aquella excursión, Dodgson improvisó, como entretenimiento para sus pequeñas invitadas, un enloquecido relato, rebosante de jitanjáforas y calambures, en el que lógica y azar, naturaleza e imaginación anticipaban el armazón de lo que sería su obra maestra. Una de las niñas, Alicia Liddell, fue el modelo en que se inspiró para el personaje homónimo; los biógrafos (véase, por ejemplo, Lewis Carroll, de Morton Cohen; Anagrama, 1998) no se han puesto de acuerdo acerca de la exacta naturaleza de la atracción que esta niña ejercía sobre él. Enorme, en todo caso. Dodgson, que gozaba de la amistad y confianza de la familia Liddell, consiguió fotografiar vestido y desnudo aquel cuerpo de nymphette prepúber que tanto le atraía. Aquellas placas, que hoy quizá constituyeran prueba de una nunca demostrada pedofilia, son otras tantas obras maestras de un arte que estaba entonces en sus comienzos. En todo caso, el autor de Alicia en el país de las maravillas (1865) y su secuela Al otro lado del espejo (1871) ha ejercido una duradera influencia —más marcada en la anglosfera— en la literatura (infantil o no) y en el pensamiento posterior. A los surrealistas les fascinaba su mezcla de humor satírico y nonsense, y encontraron en la habilidad del autor para fablistanear una muestra precursora de la asociación libre y del flujo de conciencia: Max Ernst, Aragon y Breton ( que escribió: “Todos los que conservan el sentido de la revuelta reconocerán en él a su primer maestro en hacer novillos”) se cuentan entre sus más grandes admiradores. Por otra parte, la huella de Carroll en la filosofía británica no debe ser subestimada: de Russell a Wittgenstein, pasando por Moore, Austin y Ayer, son pocos los pensadores que no le hayan rendido tributo como constructor de silogismos encadenados (los sorites), enrevesadas paradojas, juegos de palabras y diagramas lógicos, o que no hayan reconocido su habilidad para ironizar, a través de sus personajes infantiles, en torno a sesudas cuestiones de la filosofía. Desde esa perspectiva, hay quien ha visto, por ejemplo, en el gato de Cheshire —cuyo cuerpo a veces se volatiliza dejando atrás únicamente su enigmática y eterna sonrisa— un trasunto de la (im)posibilidad ontológica de un accidente sin substancia; o en las discusiones de los hermanos Tweedle (en Al otro lado del espejo) la huella de berkeleyanas disquisiciones acerca de la realidad o irrealidad de las cosas del mundo. Eso sin descender a la suave sátira simbólica de los políticos contemporáneos (Bill el lagarto aludiría a Benjamin Disraeli) o de sus colegas en el Christ Church. Por lo demás, Alicia en el país de las maravillas y su secuela no han dejado de influir desde su publicación en las manifestaciones más variadas de la cultura popular: desde canciones y relatos hasta el cine (la última gran versión, muy libre, es la de Tim Burton en 2010). Alicia en el país de las maravillas se encuentra traducida, y en ediciones muy variadas, a todas las lenguas españolas. Recomiendo, para los que además de leerla deseen descifrarla, la estupenda versión con explicaciones de John Gardner Alicia anotada, traducida por Francisco Torres Oliver, que incluye las increíbles ilustraciones de John Tenniel (1820-1914) y que Akal publicó hace unos años. Por lo demás, en su 150º aniversario, lo mejor es desear una vez más a este libro inmortal, y tal como nos enseñó Humpty-Dumpty (el único huevo experto en semántica que conozco), ¡feliz nocumpleaños!

Sombreros

Madrid, un día de mayo de 1939. Julio Camba, “maestro de periodistas”, antiguo anarquista, visceral antisemita y, a esas alturas, turiferario del franquismo y del nuevo orden impuesto por los vencedores, se congratula en un artículo de que hayan regresado a la ciudad hecha trizas los sombreros y la elegancia en el vestir que echaba de menos durante la República. A las pocas semanas, un avispado comerciante de la calle de la Montera recoge el envite y publica en la prensa un anuncio de su establecimiento en el que figura un sombrero Fedora y el eslogan “Los rojos no usaban sombrero”, que inmediatamente se hace popular. Hoy no se llevan mucho los sombreros, aunque en la cubierta de La elegancia masculina (Debate), un muy instructivo vademécum de Eugenia de la Torriente (con prólogo de Armani), figure otro Fedora como símbolo de distinción: un modelo semejante a los que usaban Eduardo VIII cuando iba “de paisano”, Harrison Ford en Indiana Jones o Alain Delon en Borsalino. La elegancia es un valor. Claro que hay elegancias y elegancias: en las cavernas cada vez más concurridas de la TDT se siguen escuchando descalificaciones a los políticos emergentes que no visten como ellos quieren, es decir, como Dios manda. Si les preocupa la teoría del dandismo —esa quintaesencia de la elegancia que Lord Brummel definió como un modo de vestir y comportarse conspicuously inconspicuous—, no se pierdan El gran libro del dandismo (Mardulce), que reúne (con inteligente prólogo de Alan Pauls) los famosos tres textos de referencia de Balzac, Baudelaire y Barbey d’Aurevilly.

Memoria

Hubo dos guerras civiles. Una terminó en 1939 y tuvo un largo “después”. La otra, que empezó al día siguiente, se ha prolongado mucho más: es la que estalló en torno a la memoria del “conflicto” y de sus consecuencias. Historias para después de una guerra, de Michael Richards (Pasado y Presente), explora las diversas formas y representaciones que ha adoptado la memoria de la guerra y de la represión posterior, desde los primeros tiempos (cuando sólo era posible la de los vencedores) hasta el boom de los años noventa, pasando por los diferentes intentos, antes y después de la muerte del dictador, de consensuar una memoria colectiva. Richards, autor también de Un tiempo de silencio (Crítica, 2006), analiza esos procesos enmarcándolos en los necesarios contextos: los de la historia y la política (evolución del Régimen, democracia), y los de los profundos cambios sociales que tuvieron lugar a lo largo de la dictadura y de la Transición.

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