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CAFÉ PEREC
Columna
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La alegría del repetidor

Personajes mínimos y hasta bastante simples perduran a veces más que ciertos héroes redondos y perfectamente descritos en grandes novelas inmortales

Enrique Vila-Matas

Por fascinante que sea crear personajes, puede llegar a ser un fastidio tener que vestirlos y peinarlos, y ya no digamos buscarles un nombre. Esa mezcla de amor y odio hacia ellos la ilustra esta anécdota: Un académico americano estaba diciendo de Beckett que la gente no le importaba porque era un artista. En ese momento, Beckett levantó la voz por encima del ruido de la gente que tomaba el té y gritó: "¡Pero a mí sí que me importa una mierda la gente! ¡Una mierda!".

Personajes mínimos y hasta bastante simples perduran a veces más que ciertos héroes redondos y perfectamente descritos en grandes novelas inmortales. Pienso en Akaki Akákievich, el copista de El capote, de Gógol (Nórdica), un burócrata cuyo destino es ser un "tipo insignificante". Akákievich cruza con brevedad por ese relato breve, pero se trata de uno de los personajes más vivos y más bien sostenidos de la literatura universal, quizás porque Gógol en esa pieza corta abandonó su sentido común y, como apuntara Nabokov, "trabajó alegremente en el borde de su abismo privado".

Para protegerse del invierno de San Petersburgo, Akaki Akákievich necesita un capote nuevo, pero, cuando lo consiga, notará que prosigue el frío, un frío universal, sin final. El insignificante copista Akaki Akákievich apareció en el mundo, de la mano de Gogol, en 1842. Sus descendientes directos iban a ser el también copista Bartleby (creado por Melville catorce años después, en 1856), el servil alumno Jakob von Gunten (1909), y Gregor Samsa (1915). A todos ellos podemos imaginarlos copiando en escuelas y oficinas, transcribiendo escrituras sin cesar bajo la luz de un quinqué. No expresan nunca nada personal, no intentan modificar. "No me desarrollo", dice Jakob en el Instituto. "No quiero cambios", dice Bartleby.

Tampoco quiere cambios "el repitente" (también conocido como "el 34"), un breve personaje de Mis documentos, de Alejandro Zambra (Anagrama).

El 34 tiene el síndrome del repetidor. Es especialista en encallarse más de dos años en un curso, sin que esto constituya para él un contratiempo, sino todo lo contrario. El repitente es tan raro que ni siquiera es rencoroso, más bien un joven muy relajado: "A veces lo veíamos hablando con profesores para nosotros desconocidos. Eran diálogos alegres […]Le gustaba mantener relaciones cordiales con los profesores que lo habían reprobado".

Le hablé ayer a Zambra del 34, de su joven repetidor alegre, de su fugaz personaje memorable, y me dijo: "Parece que somos nosotros los repitentes. El poeta es un repetidor... Los bartlebys pasaron de curso, aprobaron, no necesitaron más que un libro o ninguno, mientras que nosotros seguimos intentándolo".

Y pensé en la última fila de un aula y en los castigados a repetir allí una línea cien veces, hasta que su caligrafía mejore. Y también en John Banville, al que en un coloquio una dama le preguntó cuándo iba a dejar de escribir sobre gente que mataba mujeres. Y él, tan relajado como el joven repitente, respondió: "En cuanto me salga bien, dejaré de hacerlo".

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