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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El porqué

Al modo de marionetas, más allá de la enorme empatía con los familiares de las víctimas del accidente de los Alpes, hemos fabricado razones distintas a cada paso

Restos de la tragedia de los Alpes
Restos de la tragedia de los Alpes

Hagamos recuento. En las primeras horas de la tragedia aérea sobre los Alpes franceses hubo una fuerte sospecha de que se tratara de un fallo técnico de la aeronave. Se puso como ejemplo una pérdida de altura por congelación de otro avión idéntico apenas unas semanas antes. El escándalo empezaba a crecer. Las revisiones técnicas no estaban a la altura y la transparencia de la compañía puesta en cuestión. Pero el paso de las horas trajo una nueva sospecha. Podía tratarse, por el proceso deliberado del descenso, de un atentado terrorista. Entonces de nuevo la psicosis colectiva encontró los controles aeroportuarios deficientes, más incómodos que verdaderamente eficaces. Hasta el bloqueo de las puertas de cabina parecía fallar como medida ante la potencia del integrismo religioso.

Pero el hecho de que la aerolínea se tratara de una marca de bajo coste nacida desde la matriz Lufthansa también aportó nuevas sospechas. La certeza de que se están precarizando muchas condiciones de vuelo despertó recelos ya conocidos. La baza económica empezó a jugar un papel poderoso en la indignación colectiva, que apuntaba en esa dirección. La caja negra, cuya búsqueda debería moderar las especulaciones, ofreció certezas demasiado demoledoras. La acción personal de un copiloto apuntaba hacia causas psicológicas. Un loco, nos consolaron. Entonces surgió el instinto habitual de sustituir la prevención por la exageración, y de inmediato todos los vuelos asumieron el dictado de no dejar a solas en cabina a una sola persona y toda mirada nos pareció la mirada de un psicótico.

Tras conocer detalles psicológicos del sospechoso del crimen creció otra marea. Quisimos ver que la clave residía en el descontrol sobre el estado mental de los profesionales y la falta de rigor en la supervisión clínica. Uno tras otro, cada indicio nos ha empujado a una conclusión distinta y desorbitada. Por el camino hemos ido renunciando a líneas de crítica que pueden ser válidas, pero que ahora ya carecen de relevancia. Al modo de marionetas, más allá de la enorme empatía con los familiares de las víctimas, hemos fabricado razones distintas a cada paso. Queda ahora la exigencia casi histérica de un porqué, pese a que dentro de la mente humana, de haber una caja negra, es posible que esté llena de sinsentidos.

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