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Ser es leerse

Ricardo Piglia ha seleccionado y ordenado sus escritos para poder, de alguna manera, editar su propia vida, definiendo a través de sus textos quién fue

Martín Caparrós
Ricardo Piglia visto por Miguel Rep.
Ricardo Piglia visto por Miguel Rep.

Dicen que siempre pasa: que en algún momento, por alguna razón, uno decide enfrentarse a su vida y decir “esto es”. Algunos, entonces, intentan escribirlo.

Hay tantas formas de escribir una autobiografía. Hay quienes lo hacen intentando inventar lo que no pueden recordar; quienes, intentando recordar lo que no pueden inventar; quienes, armando o desarmando un personaje que se parece a lo peor o lo mejor de ellos; quienes, contando horrores y minucias de sus padres o hijos o mujeres u hombres o caniches; quienes, mezclando todo eso y mucho más. Ricardo Piglia, siempre fiel a sí mismo, lo ha hecho seleccionando y ordenando sus escritos.

Es un momento: un hombre, 73 años, mucho leído, mucho pensado, mucho escrito, cada vez más celebrado, decide decidir quién fue. Y al editarse, edita su vida: define qué textos le dibujan el perfil definitivo. Miles de páginas quedarán fuera de esta Antología personal; dentro, unas trescientas serán Ricardo Piglia.

Ricardo Piglia es, sin duda, el escritor argentino vivo más importante. Quizá no el más copiado; por aquellos misterios y confusiones de las plumas y sus espejitos de colores, hay más aspirantes que querrían ser Aira. Pero Piglia ha definido como nadie qué es la literatura argentina contemporánea, cuál es su canon, cuáles sus problemas. Entre ellos, el asunto central del fin de siglo en ese fin del mundo: cómo escribir después de Borges. Cuando muchos se esforzaban en recuperar o rechazar su retórica, su parque temático de espejos sueños laberintos, Piglia entendió que el material borgiano que servía era su mecanismo, y reformuló el cruce entre ficción y ensayo —el ensayo como ficción y viceversa— y lo volvió su matriz creativa. Así irrumpió, en plena dictadura, y refundó las cosas.

Debo decir aquí que me caben las generales de la ley: no puedo hablar de Piglia sin explicar que Piglia, para mí, fue la Argentina. Sucedió hace años: tal vez fuera 1980, o quizá 1981. En esos días la dictadura argentina cumplía cuatro o cinco años de lucha, y yo, por no dificultar las cuentas, otros tantos de vida en las afueras. Primero fue París, después Madrid, siempre con la firme convicción de que la Argentina ya no existía —y que no valía siquiera la pena de pensarla—. Era, si acaso, entonces, un desierto, un raro vacío donde habían matado a demasiados amigos y expulsado a los más afortunados; era un cono de silencio desde el que me hablaba, por carta, de tanto en tanto, mi mamá. Hasta que recibí —probablemente fuera 1980, o quizá 1981— por el correo un libro que ella me mandaba. Se llamaba Respiración artificial y lo firmaba un tal Ricardo Piglia. Lo leí sin expectativas; tardé poco en recibir las ondas expansivas. Fue un cataclismo bien localizado: la erupción de un país. Respiración… me hizo creer que sí existía un país que se llamaba la Argentina; que si alguien, en ese territorio, podía escribir eso, no todo estaba perdido.

Más que un libro, fue un hito, una piedra. Ahora, 35 años después, Piglia declara, casi solemne, en su prólogo que su Antología “lo representa más fielmente que ningún otro libro que haya publicado”. Es toda una proclama, y la segunda está en el índice: la comprobación de que Piglia ha elegido una mezcla de cuentos, ensayos, conferencias, fragmentos de novelas, diarios —todos sus géneros codo a codo, manga por hombro—. Que aparecen además sin ninguna marca cronológica: los textos no tienen tiempo, están escritos ese mismo día de julio de 2014 en que Piglia cerró la Antología.

Y aparece entonces la tentación de leerlos en clave biográfica. Que, al principio, podría ser casi historicista: el libro empieza, como la literatura argentina, con un cuento gauchesco, pero es un gaucho que no termina de serlo: un hijo de las pampas, como Piglia, que las pampas no integran. Y sigue con un segundo sobre los efectos de la cultura sobre un niño pueblerino —como Piglia en los cuarenta—, y un tercero sobre un hombre solo que llega a La Plata, capital de la provincia —como Piglia en los sesenta—, y un cuarto que ya es Piglia adulto —o su alter ego de siempre, Emilio Renzi, leyendo a Cesare Pavese—. Pero después esa tentación de entomólogo aburrido choca —afortunadamente— contra la cuidadosa mezcla de géneros y asuntos. Aparecen entonces, en ensayos, charlas, más relatos, sus temas más conspicuos: la literatura, por supuesto, pero también el dinero, el boxeo, el cine, el delito y algunos revoltosos argentinos —Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Witold Gombrowicz, Ernesto Guevara, Carlos Marx—. Aparecen tratados con la inteligencia deslumbrante que Piglia convirtió en su marca, su habilidad para ligar lo que no había sido ligado, abrir caminos. Y aparecen siempre en clave de lectura: el mundo como un libro, claro, pero, sobre todo, la historia de la vida de un lector que, por lector —de tan lector—, se escribe y nos escribe.

Antología personal. Ricardo Piglia. Anagrama. Barcelona, 2015. 304 páginas. 19,90 euros.

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