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DANZA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Reflejos en un agua dorada

Lloyd Riggins, Alexander Riabko y Silvia Azzoni, durante el estreno.
Lloyd Riggins, Alexander Riabko y Silvia Azzoni, durante el estreno.Javier del Real

En una presentación muy pulimentada y madura, el Ballet de Hamburgo vuelve al escenario de Teatro Real de Madrid, en este caso, con una producción monumental que es un ballet intimista: Muerte en Venecia. No hay contradicción en esto: por una parte, la amplitud y riqueza de los elementos, en su sobriedad y gráfica minimalista, hace figurado cornisamento a un tema que va del estricto monólogo al coro, del susurro melancólico al canto fúnebre, cosa que está en la intención medular del coreógrafo y director John Neumeier (Milwaukee, 1942), el más intelectual y refinado, diríase que una figura singularmente tangencial, dentro de la coréutica contemporánea, y con toda probabilidad, último heredero del narrativo balletístico y de un poso que aúna dos polos troncales aquí presentes: John Cranko y Antony Tudor.

Sobre el texto narrativo de Thomas Mann ha habido varias versiones coreográficas precedentes a la de Neumeier en Hamburgo. En Madrid se vio After Venice en 1986 de Graeme Murphy por la Sidney Dance Company (1984), así como debe citarse la creación de Flemming Flindt en mayo de 1991 en el Teatro Filarmónico de Verona con Rudolf Nureyev en el papel de Aschenbach. Y quizás este hilo hacia lo coreográfico parte de que, ya en el estreno londinense de la ópera de Benjamín Britten en 1973 la danza estaba presente, concebida en origen como parte y bisagra (muy en comunicación compositor y coreógrafo), y fue hecha por Frederick Ashton, recreada un año más tarde en el estreno neoyorquino en el antiguo Metropolitan por Faith Worth, rigurosa coreóloga anotadora en sistema Benesh, que viajó hasta la Gran Manzana con la misma producción, pero en su día severamente criticada por William Zakariasen en The New York Daily News. El malogrado Norbert Vesak hizo en Múnich los bailables de la ópera de Britten en 1986, respetando íntegramente la partitura prevista.

MUERTE EN VENECIA

Ballet de Hamburgo

Coreografía, luces y dirección: John Neumeier

Mmúsica: Juan Sebastian Bach y Richard Wagner

Ppiano: Elizabeth Cooper

Escenografía y vestuario: Peter Schmidt. Teatro Real.

Hasta el 21 de marzo

Volviendo a la estupenda noche del Real, Neumeier va hasta el relato de Mann y encuentra el detalle del Aschenbach original escritor (aquí convertido en coreógrafo) que ha escrito una biografía del rey flautista, Federico II de Prusia, percha que le lleva hasta Bach y su Das musikalische Opfer, compuesta sobre un tema original del rey también poeta, en el ballet interpretado por el apolíneo bailarín argentino Darío Franconi, que aparecerá al final, asociado al momento de la muerte del protagonista. En todo el ballet va y viene una constante, un mensaje de alta estética representado por una pareja de bailarines (Los conceptos de Aschenbach) de primer orden: Silvia Azzoni y Alexandre Riabko, vestidos sucintamente con maillots académicos negros, que aportan a su compenetrado y fluido baile en pareja una distinción elegante y aérea. Se trata de un depurado material en pas de deux, cita de lirismo e introspectiva arte poético, la voz de una coréutica con signos de cansancio, la costosa respiración del creador que no ve salida , pero aun así explora los meandros del adagio.

En un entorno acuoso, de reflejos ondulantes (los canales, el chapoteo de las góndolas) nuestro Aschenbach ve a su Tadzio. No por saberse el final, es menos emocionante este encuentro y sus sutiles desarrollos en dúo, las citas a través de repeticiones y geometrías que esclarecen el drama. Lloyd Riggins está soberbio en su Aschenbach, hundido en una confusión enervante, poseído por una pasión tan destructiva como inevitable. El bailarín ucraniano Alexandr Trusch no solo baila bien, sino que esmalta a Tadzio de una díscola indiferencia, de un aura gentil y ajena que a la larga, lo hace todo más cruel y perturbador. La presencia de la pianista Elizabeth Cooper es en sí misma una reverencia al gran arte con mayúsculas, su interpretación es ajustada pero nunca fría, con matices gloriosos en los estilos, integrada perfectamente en la sustancia mayor del ballet.

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