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LOS PAPELES DE FRANCO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La religiosidad del Caudillo

Tras la serie de EL PAÍS sobre los documentos de la Fundación Castañé, el autor escribe sobre la relación entre el dictador y la Iglesia católica

Franco, bajo palio, inaugura la Catedral de Vitoria en 1969.
Franco, bajo palio, inaugura la Catedral de Vitoria en 1969.SFGP (KORPA)

Las fuentes primeras son la sustancia de la historia, la materia a partir de la cual los historiadores evaluamos los hechos y a la gente implicada en ellos, como participantes o como testigos.

Los documentos de la Fundación José María Castañé que EL PAÍS ha reproducido y comentado pertenecen a esa categoría. Un claro ejemplo es el intercambio de correspondencia entre el entonces sacerdote falangista José María Llanos y el asistente de Franco Julio Muñoz Aguilar, en 1943, que nos sitúa en el pista de la religiosidad de Franco, del interés eclesiástico por conducirla y del uso beneficioso que de él hizo el Caudillo.

Franco era “católico práctico de toda la vida”. Así lo veía el cardenal Isidro Gomá, primado de la Iglesia española, cuando le habló de él por primera vez al secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, el 24 de octubre de 1936. Gomá no había mantenido todavía contacto personal con Franco, pero ya percibía “que será un gran colaborador de la obra de la Iglesia desde el alto sitio que ocupa”.

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A ese alto sitio le habían encaramado sus compañeros militares de rebelión el 1 de octubre de 1936. Gomá le envió un telegrama de felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado Español” y Franco le contestó que, al asumir esa jefatura, “con todas sus responsabilidades, no podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra Eminencia”. "Rece", le pedía Franco," ruegue a Dios en sus oraciones que me ilumine y de fuerzas bastantes para la ímproba tarea de crear una nueva España”.

Franco cuidaba ya por esas fechas, tres meses después del golpe de Estado contra la República, de pregonar su religiosidad. Había captado, como la mayoría de sus compañeros de armas, lo importante que era meter la religión en sus declaraciones públicas y fundirse con el “pueblo” en solemnes actos religiosos.

Una vez establecido como jefe de la España llamada nacional, cuenta Paul Preston, sus propagandistas moldearon una imagen de “gran cruzado católico” y su religiosidad pública, apenas perceptible hasta ese momento, experimentó una notable transformación. Desde el 4 de octubre de 1936, hasta su muerte el 20 de noviembre de 1975, Franco tuvo un capellán privado, el padre José María Bulart. Oía misa todos los días y, cuando podía, se juntaba por la tarde con su señora, Carmen Polo y Martínez de Valdés, a rezar el rosario. Era un “cristiano ejemplar”, un “bonísimo católico”, decía el cardenal Gomá, “que no concibe el Estado español fuera de sus líneas tradicionales de catolicismo en todos los órdenes”.

Obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratarlo como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal” y Franco acabó creyendo que, efectivamente, tenía una relación especial con la divina providencia.

Tras la victoria de su ejército en la Guerra Civil, la jerarquía eclesiástica se planteó muy en serio el objetivo de “recatolizar” España. La Iglesia era el alma del nuevo Estado, resucitada después de la muerte a la que le había sometido la República y el anticlericalismo. La Iglesia y la religión católica lo inundaron todo: la enseñanza, las costumbres, la Administración y los centros de poder. Los ritos y manifestaciones litúrgicas, las procesiones y las misas de campaña convivieron con el saludo romano, llamado nacional en vez de fascista, el canto del Cara al sol y el culto al jefe, cuyo rostro se recordaba en las monedas con la leyenda “Caudillo de España por la gracia de Dios”.

Tras la derrota de los fascismos en la Segunda Guerra Mundial, la defensa del catolicismo como un componente básico de la historia de España sirvió a la dictadura de pantalla en ese período crucial para su supervivencia. El nacionalcatolicismo acabó imponiéndose en una país convertido en reino sin rey en 1947, aunque tenía Caudillo, y en el que el partido único dejó de tener aliados en Europa a partir de 1945. Franco era como un rey de la edad de oro de la monarquía española, entrando y saliendo de las iglesias bajo palio.

Murió tres décadas después bendecido por la Iglesia, sacralizado, equiparado a los santos más grandes de la historia. Canonistas, benedictinos, dominicos y otros eclesiásticos pidieron “la instrucción de la causa de Canonización”. Como había solicitado el padre Llanos, Franco y su esposa tuvieron en diversas ocasiones sus ejercicios espirituales, dirigidos por él y, entre otros, por Josemaría Escrivá de Balaguer, Aniceto de Castro Albarrán o José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, quien en la homilía del funeral que le dedicó dijo de él que era un “hombre de fe, caridad y humildad”.

En ese momento, el padre José María Llanos ya había hecho el viaje desde el falangismo al comunismo y al compromiso con los pobres, el mismo que hizo una parte del clero desde la Cruzada a la disidencia y lucha contra la dictadura. Atrás quedaban cuarenta años de historia de España dominada por “el enviado de Dios hecho Caudillo”.

Julián Casanova es autor y coordinador de Cuarenta años con Franco (Crítica).

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