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EL ESPAÑOL DE TODOS
Columna
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Lecciones para el periodismo de la polémica del vestido

La subjetividad es la reina de la creación periodística. No existe la objetividad, sí la honradez

Hace un par de semanas se volvió viral, como se dice ahora y no recomiendo que se haga porque en castellano viral es tan solo adjetivo de virus, una especie de acertijo sobre el color real que tenía un vestido. Algunos lo veían como azul y negro y otros, blanco y dorado. Yo, personalmente, lo veía azul y negro, pero no dejaba de percatarme de que en el azul, yo diría que predominante, había reflejos blanquecinos y en el negro, indiscutibles tonos dorados. No faltó quien en las redes sociales despreció la polémica argumentando que no era más que una fútil pérdida de tiempo. Con toda seguridad que hay distracciones, y no digamos obligaciones, de mayor enjundia, pero es mi opinión que las polémicas no son tanto fútiles o sabrosas en atención a su denominación de origen, sino, más bien, por lo que uno haga con ellas; ocurre como con las entrevistas, que no hay respuestas tontas sino preguntas insuficientes. Y la controversia del color del vestido invoca un debate que me parece interesante para exponer y dilucidar extremos importantes de nuestro quehacer profesional.

La famosa polémica es una demostración ad hoc de que la subjetividad es la reina de la creación periodística, lo que no significa necesariamente que deba ser tramposa o interesada, pero sí, cuando menos, falible. La objetividad es un invento subjetivo. Creemos en ella porque es un pasamanos al que agarrarse, una temblorosa certeza que nos tranquiliza en el ejercicio de nuestra labor. Veamos lo que quiero decir.

El único color que hay es el que se percibe, exactamente de la misma forma en que percibimos la realidad".

Lo primero es disipar, siempre desde el punto de vista del periodismo, es decir de la representación —nunca reproducción— de las cosas, una tan persistente como errónea convicción. No hay un color real, único e indiscutible de ese vestido, que el ojo humano capte de manera equívoca; al igual que tampoco ese color real sería percibido de forma distinta, según la luz del día, el contexto lumínico que se diera, hora, lugar, circunstancias. El único color que hay, contrariamente, es el que se percibe, que cada quien lo hace con matices distintos, exactamente de la misma forma en que percibimos la realidad con la que trabajamos como periodistas. A todo lo anterior, sé de sobra que se puede replicar con diversos argumentos, como que la realidad inmutable sí que existe, como por ejemplo cuando decimos 3x3 son 9. Bien, la contra-respuesta es que, si en el mundo de la matemática no dudo que sea así, ocurre que estamos hablando de representación periodística de esa realidad y no de la ontología del ser. Y en cada receptor de esa información se produce una evocación diferente de esa sencilla multiplicación; a unos les evoca, probablemente sin caer en ello, el día en que aprendieron la tabla de multiplicar; a otros, el empate a tres de su equipo de fútbol preferido contra el eterno rival y así ad infinitum. Las diferencias pueden ser insignificantes, pero sobran y bastan para que nos permitan hablar de percepciones diferentes del sujeto y, por consiguiente, de distintas representaciones profesionales. Un periodista verá más reflejos dorados de los que yo percibo, mucho menos negro, bastante más azul y lo que toque, lo que ya es una primera subjetividad, y, encima, a la hora de escribir incurrirá incluso en una segunda. La primera será la de la percepción, y la segunda, la de la manera en que exprese, inevitablemente aproximada, y, por tanto, igualmente subjetiva, lo que se imagina que ha visto. La narración periodística del vestido resulta que se verá sujeta, por tanto, no ya a una subjetividad sino a la de dos que vienen encadenadas. Seguir hablando de objetividad periodística después de esta doble evidencia hasta da un poco de vergüenza.

¿Significa todo ello, sin embargo, que estamos perdidos en el mar de lo desconocido y que el periodismo solo pueda dar palos de ciego en la oscuridad? Por supuesto que no.

Las diferencias pueden ser insignificantes, pero sobran y bastan para que nos permitan hablar de percepciones diferentes del sujeto".

No existe la objetividad, pero sí la honradez. Lo que yo llamo no preferir nada, acometer cualquier historia no digo que sin prejuicios, porque eso sería imposible, pero sí combatiéndolos, conociendo su existencia y no dejándose dominar por ellos. En último término, y dando por descontado que el profesional posea las facultades y el conocimiento de la técnica suficientes para encarar con razonable expectativa de éxito su trabajo, el periodismo casi cabe decir que se reduce a eso: a no dejar que nos guíe nuestra antropología personal, la historia de quien somos, sino que dejemos atrás preferencias y manías arraigadas para ver en cada ocasión las cosas como si fuera una primera vez, la novedad sobre una hoja de papel o una pantalla en blanco. Y nadie ha dicho que eso sea fácil; muy al contrario, es una batalla permanente contra uno mismo. Eso es la honradez, cualidad que debe verse coronada por el esfuerzo de dar al lector la versión o representación que a nuestro juicio facilite un mayor y mejor conocimiento de la realidad, aunque sea a sabiendas de que solo puede ser aproximado, porque lo único absoluto es que lo absoluto no existe.

Se puede dar un mejor conocimiento de la realidad, aunque sea a sabiendas de que solo puede ser aproximado, porque lo único absoluto es que lo absoluto no existe".

Podemos desembarazarnos de una vez por todas de esa bella, antigua y falaz jaculatoria elevada por el periodismo anglosajón a los altares de la fantasía, hace ya un siglo o más, según la cual, facts are sacred and opinion is free. Los hechos son sagrados y la opinión, libre. ¡Faltaría más! Pero no hay dos periodistas que vean idénticamente ni el vestido ni nada que sea perceptible por los sentidos. Los hechos son, desde el punto de vista de la representación periodística, lo que percibimos de los mismos. Y ese es el grado máximo de sacralidad al que cabe llegar, pero más que sobrada para el desarrollo honrado y profesional de nuestra labor.

El filósofo español, católico y republicano José Bergamín dijo o escribió jocosamente en una ocasión que las cosas eran subjetivas porque somos sujetos, y que para que fueran objetivas deberíamos ser objetos. ¡Basta ya de esas pías declaraciones que aún podemos oír en alguna redacción! “Yo he contado las cosas como pasaron”, porque se da la circunstancia de que no pasaron de una única manera. Y casi no hace falta decir como colofón que esta modesta aportación a la polémica, en absoluto irrelevante, de la percepción de los colores del vestido, no puede ser otra cosa que una muestra de subjetividad. La mía.

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