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El decálogo de un genio

Las 10 excepcionales obras de Picasso que se exponen en la galería central del Prado recorren la trayectoria del artista

Arlequín sentado o el pintor Jacinto Salvadó.
Arlequín sentado o el pintor Jacinto Salvadó.

Diez obras de Pablo Picasso, enjaretadas en el salón central del Museo del Prado, la institución que el artista malagueño, ya en la plenitud de su fama internacional, aceptó dirigir durante la Guerra Civil, es siempre un acontecimiento, aunque no solo heráldico, porque, como ya se pudo comprobar, gracias a la magna exposición de 2006, Picasso. Tradición y vanguardia, su obra se encuentra en perfecta sincronía visual junto a la de los grandes maestros históricos que allí, entonces y ahora, le han de acompañar. Sea como sea, en la presente exposición se producen nuevos acicates para este encuentro: el que los cuadros provengan del Kunstmuseum de Basilea, que posee una de las mejores colecciones de Picasso del mundo, entre las que ha prestado al Prado 10 de las más representativas de la rica trayectoria del genial artista, escogidas además entre los hitos de casi todas las etapas de su fértil evolución, con lo que el conjunto puede calificarse de una selectiva minirretrospectiva, puesto que abarca desde un cuadro de 1906 hasta otro de 1967; o sea: desde los preliminares del cubismo hasta su desenfreno expresionista final.

Sin más comentarios circunstanciales, como el tumulto popular que se produjo en Basilea en 1967 para no perder dos obras —¡qué agravio comparativo!—, pasemos a las que esta institución nos presta. Las dos primeras datan de 1906, un momento crucial en la trayectoria de Picasso, pues marca el inicio de una radical transformación, que le llevará a pintar Las señoritas de Avignon (1907) y a la creación del cubismo, el movimiento capital para el desarrollo artístico del siglo XX. La primera, Los dos hermanos, la pinta en el mítico verano que en 1906 pasa, junto a su modelo y amante Fernande Olivier, en la localidad leridana de Gósol, donde se recluyó, tras una vuelta por Barcelona, asimilando, por una parte, las lecciones primitivistas de la escultura ibérica y del románico catalán, pero también el linealismo aplanado de Ingres y la simplicidad arcádica del ideal clasicista mediterráneo; la segunda, Hombre, mujer y niño, que ejecuta ya en el otoño parisiense, insiste en esta vía con un matiz más escultórico y una mayor aproximación a la obra de Cézanne y de Derain.

Desde el punto de vista iconográfico, ambas telas reproducen temas clásicos, la primera con evocación de los ejemplos de Eneas llevando a hombros a su padre, Anquises, y el de san Cristóbal con el Niño Jesús a cuestas, mientras la segunda reproduce una versión de la Sagrada Familia. Contaba entonces Picasso 25 años, y, apenas dos después, en el invierno de 1908-1909, ejecuta el formidable bodegón Panes y frutero con frutas sobre una mesa, cuyo formato alargado y aplanado, con un fondo arrugado y una aguda geometrización de líneas rectas, curvas y diagonales, así como la decoloración en tonos verdes y marrones, nos pone a las puertas del cubismo. Este crucial movimiento está representado por un par de obras, la primera de las cuales, El aficionado (1912), un retrato rememorativo de una corrida que vio en Nimes, que nos muestra la efigie fragmentada de un hombre con sombrero cordobés y bigote, que porta una banderilla y una botella, junto a letras impresas de “TOR” y “LE TORERO”, es el ejemplo culminante del cubismo analítico; mientras la segunda, Mujer con guitarra (1914), a partir de una recreación de las escenas musicales de Vermeer, y con una composición de líneas que se funden sobre un fondo grisáceo moteado con manchas de azul, rosa y marrón, lo es, por su parte, del cubismo sintético.

Arlequín sentado o el pintor Jacinto Salvadó (1923) es un bello ejemplo de lo que se ha dado en llamar el “retorno al orden”, que retrotrajo a Picasso a la figuración clasicista tras la Primera Guerra Mundial, aunque, a partir de entonces, practicara un “pluriestilismo simultáneo”, alternando los elementos figurativos, cubistas o surrealizantes. Un ejemplo de ello es el cuadro que pinta casi 20 años después, Mujer con sombrero sentada en un sillón (1941-1942), donde retrata a una muy desfigurada Dora Maar, la artista surrealista que fue, junto con Marie-Thérèse Walter, su amante en esos tiempos de desolación bélica, una relación marcada por oscuros lazos sadomasoquistas, que se reflejan bien en este estereotipo de la mujer embutida en un sofá de hierro, a medias entre el virtuosismo ingresco y una claustrofóbica prisión.

La exposición concluye con tres piezas capitales del último Picasso, en su momento frívolamente despreciado y hoy, por compensación, muy enaltecido: Muchachas a la orilla del Sena, según Courbet (1950), que inicia sus diálogos pictóricos con los grandes maestros de antaño, realizada tras ser invitado a insertar su propia obra en el Louvre en 1947, y Venus y el amor y La pareja, ambas fechadas en 1967, cuando Picasso contaba 86 años y le restaba un lustro para morir, en las que, con la libertad que solo les es dada a los artistas ancianos, el genial pintor despliega su amor por Rembrandt, ejecutando una hermosa oda melancólica del adiós a la vida. He aquí, pues, el decálogo que nos legó un artista que supo serlo hasta el final.

Diez picassos del Kunstmuseum Basel. Museo del Prado. Madrid. Desde el 18 de marzo hasta el 14 de septiembre.

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