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Rosa Novell, allá arriba

De Rosa Novell decían que era altiva y difícil, y también frágil. Yo siempre la conocí cálida, luminosa, riente. Y, sí, extremadamente frágil, ultrasensible

Marcos Ordóñez
Rosa Novell, en su camerino del Romea en 2014.
Rosa Novell, en su camerino del Romea en 2014.Massimiliano Minocri

En comedia, Rosa Novell tenía la gracia elegante de Conchita Montes y la malicia moderna de Annette Bening. La recuerdo brillantísima, con una mezcla de ligereza e ironía amarga en La marquesa Rosalinda, de Valle, que montó Alfredo Arias; y en las funciones de García Valdés, la graciosa e inquietante adivina de El viaje, de Vázquez Montalbán, y, con un encanto estelar, en Restauración, de Mendoza, danzando en la fina maroma del bulevar. Fue a finales de los ochenta, en el Romea, cuando ya había hecho mucho teatro.

De aquel escenario me vuelve también su gran dibujo trágico de Romy Schneider, en la pieza escrita y dirigida por Belbel: bastaba verla apoyar un dedo en la embocadura, echarse hacia atrás el cabello, murmurar con su fascinante voz rauca, para creer en la pantera austríaca. De Rosa Novell decían que era altiva y difícil, y también frágil, capaz de romper a llorar porque los claveles de una función eran blancos en vez de rojos. Yo siempre la conocí cálida, luminosa, riente. Y, sí, extremadamente frágil, ultrasensible.

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En 1996, echó a volar, muy alto, en De pueblo en pueblo, enorme texto de Handke y enorme puesta de Ollé, en el Mercat: ella era Nova, la maga que buscaba “la música del mundo reconstituido”, el que se ofrece a los ojos y al corazón cuando se entra de nuevo “en el río de la tierna lentitud”, un impresionante monólogo de 25 minutos que interpretaba como una Titania perdida, con la exacta modulación de dolor y rabia, de fuerza y vulnerabilidad.

Pienso en Rosa Novell y pienso en sus grandes, resplandecientes monólogos. Había sido la Winnie de Días felices en 1984, a las órdenes de Sanchis Sinisterra, y en 2000 escaló dos cumbres sucesivas. De nuevo con García Valdés fue la inolvidable señora Zittel, lo mejor de Plaza de los héroes, de Thomas Bernhard, una mayordoma que, mientras selecciona y plancha las prendas del fallecido profesor Schuster, evoca las vidas del amo y de su familia, y la Viena de posguerra. Y fue luego Molly Bloom guiada por Lourdes Barba, poniendo los puntos y las comas y la risa y el llanto en el torrente de Joyce, con el cabello revuelto y las medias caídas, insomne, vulgar y sublime, tejiendo y destejiendo el manto de su vida, hablándonos, mientras Leopold ronca, de trenes perdidos, de amantes pasados y presentes, de la muerte de su hijo y del recuerdo de su primer novio endureciéndose en un pañuelo que durante meses guardó bajo la almohada para aspirar su olor.

Winnie, Zittel, Molly, tres mujeres enterradas vivas, luchando por salir adelante, a las que hay que sumar, para ligar el póquer, diez años más tarde, a la “mujer justa” de Sándor Márai, adaptación firmada por Mendoza y puesta en pie por Bernués, donde ella trazaba el perfil de una alta dama que encuentra en la cartera de su esposo una misteriosa, inequívoca cinta violeta. Magistral Novell, atrapando al espectador desde el comienzo de cada relato, sumergiéndole en el clima y el tempo, guiándole por los picos y pozos de la cordillera emotiva.

Fue Winnie, Zittel, Molly, tres mujeres luchando por salir adelante

En esa década hubo más funciones memorables, por supuesto. La recuerdo graciosísima, sulfúrica y más británica que nunca, en Casa y jardín, aquella doble joya de Alan Ayckbourn que montó Madico en Reus, y me vuelven destellos de sus trabajos con Lavaudant en el TNC y el Grec: la Volumnia de Coriolano, llenando de emoción su discurso final; la Yocasta de Edipo, con aquel grito más bien colocado que un “Olé” flamenco, y el soberbio control gestual de la Arsinoé de El misántropo, que respondía, muda, a la andanada de Celimène con pasmados alzamientos de ceja, cabeza levemente ladeada, manos que intentaban aletear. Recuerdo también sus estupendas direcciones de Molière (Las mujeres sabias), Guimerà (Maria Rosa), Brossa (Olga sola), Beckett (Fin de partida), Mendoza (Graves cuestiones) y Pinter (Viejos tiempos).

Se me escapó Los mensajeros no llegarán nunca (2012), de Biel Mesquida, donde simultaneaba por última vez la actuación (en el rol de Clitemnestra) y la dirección. Me quedan dos preciosos recuerdos de su última época. En el primero es Agnes, la suma sacerdotisa de Delicado equilibrio, de Albee: a las órdenes de Mario Gas, en el Mercat, lanza sus difíciles parlamentos en clave de altísima comedia, como si trazara arabescos de humo, pero sin frivolizar en ningún momento a su personaje. En el segundo es Niní, la vieja nodriza de Henrik en La última cita, la versión que Christopher Hampton hizo de la novela de Sándor Márai y que dirigió, en catalán, Abel Folk, en el Romea.

Una muchacha conduce a Rosa Novell hasta el centro del escenario. Contemplo su cuerpo, frágil y lleno de coraje. El pelo muy corto, blanco. Los pasos lentos. Escucho su evocación de la Polonaise Fantasie, la pieza que tocaban Henrik y su madre. Escucho la misma voz, cálida, elegante, flexible, con poso. Y, aunque cueste de creer, sus ojos ciegos siguen brillando. Así la recuerdo. Allá arriba. En lo alto.

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