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Un libro incómodo

Wade traza un argumento agudo y polémico que introduce la evolución en la historia. Hay que leerlo sin dogmas

Javier Sampedro

Este libro está destinado a causar una bronca monumental entre científicos sociales, pensadores y lectores de todo signo —como ya ha hecho su versión inglesa en Estados Unidos—, así que lo mejor será que arranque este comentario resumiéndoles lo que sostiene su autor, el prestigioso divulgador Nicholas Wade, antiguo editor de Nature, Science y las páginas científicas de The New York Times.Tiempo habrá después para discutir sobre lo que el autor no dice, que será probablemente el tema principal de la polémica subsiguiente, como suele ocurrir en estos casos.

Wade sostiene que hay un componente genético en el comportamiento social humano, y que esos genes están tan sujetos al cambio evolutivo como los que controlan el color de la piel, el metabolismo de las grasas o la adaptación a las grandes altitudes; que esa evolución del comportamiento social ha seguido cursos diferentes en las distintas razas, y que esas diferencias, aunque leves, han tenido efectos multiplicativos en las instituciones que prevalecen en una u otra población humana. El autor reconoce que nada de esto son hechos probados, sino conjeturas, y el libro consiste en una detallada argumentación a su favor: un argumento que quiere otorgar un papel a la evolución biológica en el gran drama de la historia humana.

Esta idea, sin la menor duda, choca frontalmente con una premisa de fuerte consenso entre los científicos sociales, y entre la vasta mayoría de los naturales: que la evolución biológica se detuvo al surgir nuestra especie, y que por tanto no tiene nada que decir sobre la historia de la humanidad, que sería explicable enteramente en términos culturales. Mantener lo contrario no es más que una exhibición de racismo, según este consenso, y merece no ya una refutación académica, sino una amonestación moral. Y esto es, en efecto, lo que ha recibido Wade en el mundo anglosajón, con acusaciones de racismo y una carta a The New York Times donde 139 genetistas —incluidos los que él cita en su libro— le desautorizan de forma explícita y humillante. De la que le ha caído en los blogs mejor ni hablar.

Wade no es un racista, ni un determinista genético, ni la última encarnación del diablo

La posición ortodoxa, sin embargo, no puede exhibir unas credenciales científicas mucho mejores que la propuesta de Wade. Al igual que esta, se trata de una mera conjetura, no de un hecho probado. Una de sus premisas fundamentales —que la evolución se detuvo al surgir nuestra especie— se debe considerar ya tan refutada como la cosmogonía de Ptolomeo. Los rasgos externos como el color de la piel son adaptaciones al clima local que, obviamente, han tenido que ocurrir después de que un pequeño grupo de humanos modernos saliera de África hace 50.000 años para colonizar progresivamente el resto del mundo. Los genes del metabolismo se seleccionan durante siglos de hambrunas para almacenar toda la grasa posible con un alimento escaso, y empiezan a matar a la gente de diabetes cuando las condiciones mejoran. Los pobladores de las alturas del Tíbet y de los Andes están adaptados a la escasez de oxígeno gracias a sus genes, no a sus hábitos de lectura. La moderna genómica ha revelado las huellas delatoras de la selección natural reciente en muchos genes humanos. El dogma de que la evolución se paró al surgir la especie está muerto y enterrado.

Otra pata esencial de la posición de consenso es la tabula rasa: que el ser humano nace con un cerebro cognitivamente virgen, como un disco duro borrado por los servicios secretos, y enteramente moldeable por la experiencia, el aprendizaje y el entorno cultural. Y se debe considerar también refutada. Los productos de la experiencia son sinapsis reforzadas o debilitadas, pero el ser humano, como cualquier otro animal de este planeta, nace con todo tipo de sesgos genéticos en sus conexiones neuronales: con sinapsis que ya vienen reforzadas o debilitadas de nacimiento. Gracias a eso podemos aprender a hablar, a diferencia de los perros y los monos. La tabula rasa también ha muerto.

No nos enredemos si la evolución se paró —no se paró—, ni si en las razas existen —llámenlas poblaciones—. ¿Afectan realmente los genes al comportamiento social?

La bronca sobre el libro de Wade, entonces, no debería despistarse con todos esos pseudoproblemas, sino con cuestiones mucho más nítidas e interesantes. No nos enredemos si la evolución se paró —no se paró—, ni si en las razas existen —llámenlas poblaciones y sigamos adelante—, sino en los asuntos verdaderamente sustanciales. Por ejemplo, ¿afectan realmente los genes al comportamiento social? ¿Qué genes, y de qué forma, y en qué medida? Si hubiera variantes genéticas que afecten al carácter disciplinado o rebelde, conservador o experimental, apaciguador o pendenciero —y es muy probable que las haya—, ¿podrían presentar distintas frecuencias en distintas poblaciones? ¿Y podría explicar eso alguna diferencia sociológica o política entre ellas? No discutamos sobre si hay genes de la inteligencia —se cuentan por docenas—, sino sobre si eso tiene algo que ver con el hecho de que los judíos, que solo suponen el 0,2% de la población mundial, hayan obtenido el 30% de los premios Nobel de este siglo.

No se dejen engañar por las fatuas de los genetistas (y quien les habla es uno). Wade no es un racista, ni un determinista genético, ni la última encarnación del diablo. Tampoco es judío. Puesto que la bronca se va a armar de todos modos, no solo me voy a permitir recomendarle el libro, sino también cómo leerlo: sin escándalo, dejando en suspenso el dogma recibido, inclinando la cabeza en el ángulo adecuado para entender el argumento del otro. Así se construyen las sociedades abiertas. Lo demás son manadas en la estepa del intelecto.

Una herencia incómoda. Nicholas Wade. Traducción de Joandomènec Ros. Ariel. Barcelona, 2015. 295 páginas. 20,90 euros.

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