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Aún un chiquillo pasmado

Pablo Guerrero reivindica su voz sabia, frágil y pausada en 'Catorce ríos pequeños', una carta de amor a la naturaleza

Pablo Guerrero, en su casa de Madrid.
Pablo Guerrero, en su casa de Madrid.

Como buen poeta, Pablo Guerrero siempre ha sido un ser humano singular. Él mismo ya lo barruntaba de chico, cuando los titiriteros recorrían las calles de Esparragosa de Lares, el depauperado pueblito de la Siberia pacense que lo vio nacer. “A mí la curiosidad me ha salvado la vida: ya entonces era un chiquillo pasmado”, rememora hoy con los ojos bañados por la luz del invierno. El niño Pablo canturreaba canciones de trilla, matanza o vendimia, incluso de aquellos carnavales que, por algún milagro, nunca llegaron a prohibirse. Pero nada le emocionaba tanto como aquel muchacho saltimbanqui que, pies en alto, sostenía una escalera para que la cabra la subiera y bajase con gracilidad.

La llama del niño indagador sigue viva en el hombre de 68 años que nos recibe en su salón mientras apura el vigoroso primer café de la mañana. Pablo reside, no podía ser de otro modo, en la Ciudad de los Poetas, la misma en la que compartía cañas con Blas de Otero y jugaban a regalarse palabras. Él le enseñó “enjalbegar”, que es pintar las casas de blanco, al autor de Ángel fieramente humano; este le confió que los manzanares podían ser “pomares”, y los albaricoques, “albérchigos”. Guerrero es un recolector de palabras desde chiquillo, cuando escuchaba embobado el Romance de la loba parda de labios de su abuelo. Hoy sigue atrapándolas, con sus manos de hombretón bueno, en los manantiales más insospechados. “Acostumbro a leer libros de física, aunque no entienda ni una palabra”, confía con gesto travieso y la mirada medio escondida entre los dedos, tímido como es hasta cuando adopta un discurso confesional. “Las fórmulas me las salto, claro, pero me encanta la sonoridad de la parte literaria…”.

La llama del niño indagador sigue viva en el hombre de 68 años que nos recibe en su salón

Quién sabe si de ahí salió, por ejemplo, esa “materia oscura” que anida entre los versos de Con tus ritmos lunares, una de las más sabrosas piezas cinceladas para ese disco, Catorce ríos pequeños, que acaba de ver la luz. ¿Un poeta que canta o un cantor de escritura lírica? La frontera entre el compositor y el rapsoda cada vez aparece más difusa, pero, quién se lo iba a decir, van ya para 43 los años transcurridos desde aquel bellísimo A cántaros que se convirtió en reguero de libertad en los estertores del franquismo. “Siempre pensé que la timidez haría muy efímero mi paso por la música, pero Nacho [Sáenz de Tejada] me animó mucho a seguir”, anota en referencia al inolvidable músico y periodista, entonces guitarrista en Nuestro Pequeño Mundo y luego maestro de la crítica en estas mismas páginas. Hoy Pablo preserva como un tesoro frágil esa voz ronca, dificultosa y sabia que le hace inconfundible. “Antes de los conciertos me paso un día sin casi comer, atenazado. En realidad, solo me relajo cuando jaleo a los músicos con una máxima que aprendí de Tom Waits: ‘Vamos a tocar como si necesitáramos el dinero…”.

Antes de enfermar, Nacho tuvo en su poder la letra de Mano sobre mano, acaso el tema de mayor enjundia en Catorce ríos pequeños y el que, hasta poco antes de finalizarlo, iba a darle título. “Es muy saludable pasar 20 minutos mano sobre mano, mirando el techo o las nubes”, alecciona entre caladas el poeta mientras Charo, su pareja, teclea y se sonríe en una estancia contigua. “A diario sustituyo la siesta por ese ejercicio. Aprovecho para ordenar la mente, aunque aparezcan fardos de lo mal vivido, fragmentos de sueños que son pesadillas. Pero he aprendido a aceptarme como soy: estoy en una edad en la que ya no quiero cambiar”.

“Acostumbro a leer libros de física, aunque no entienda ni una palabra”, confía con gesto travieso y la mirada medio escondida

Catorce ríos pequeños es buen reflejo, cierto, de esa aceptación. Testimonia la serenidad de un hombre que ha conocido el modo introspectivo y las tinieblas del alma, pero renueva el sentido del asombro ante los prodigios de la naturaleza (su escritura nació en la selva navarra de Irati) y hasta se permite un autorretrato burlón con Las confesiones de un sexagenario. “Cuando cumplí los 65 corría el peligro de convertirme en un viejo gruñón”, anuncia con ojos pícaros, empequeñecidos. “Por eso preferí dejar por escrito que llevo mi saco de carbón a la espalda: para que no me llamen maestro”. Ni le pidan consejos, aunque alguno (“casi siempre absurdo”) termina ofreciendo. El poeta que nunca dejó de cantar prefiere seguir a lo suyo, garabateando versos al vuelo en esos folios viejos y reciclados, doblados en cuatro partes, que siempre lleva consigo en su bolso negro. “Ahora me dejo guiar por la libertad y surge lo que surge”, recapitula. “En mis años jóvenes había que ser el más comprometido y el más divertido. Ahora he llegado a una edad en que no me importa nada lo que puedan pensar de mí. Y estoy orgulloso de conservar a mis amigos más íntimos”.

Catorce ríos pequeños está publicado en Warner Music.

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