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Si se cortan, sangran

Una nueva traducción reconstruye el universo cultural de la obra del Señor de la Montaña y muestra toda su vigencia

Michel de Montaigne.
Michel de Montaigne.

1. Elasticidad. No aludo principalmente a la prosa conversacional y viva de Montaigne, de palabras vasculares (“cortadlas y sangrarán”, dijo Emerson) que se abren en excursos, regresan a su centro, tropiezan, como es propio de quien escribe en francés pero piensa en latín. También es elástica su filosofía moral: aunque parece estoico, nunca prefirió romperse a doblarse. Pasa por buen católico si ello no le exige ser de verdad cristiano (Sainte-Beuve). Fue libre nadando a favor de la corriente, pues nadie vence frente a la naturaleza. Contemporizó con la realidad y aun con los reyes, pero hacía la genuflexión solo con las rodillas, no con la cabeza.

2. Útero y mundo. A los 38 años se retiró a su torre, desde donde veía madurar los viñedos y a la que llegaba, atenuado, el fragor de las carnicerías entre católicos y hugonotes, con las hogueras a las puertas de su château. Con sus Ensayos no pretende adoctrinar, ni escarbar sañudamente en sus entresijos; solo verterse al exterior y contemplarse escribiéndose. Este vitalista que espanta a papirotazos la tristeza bajó también al mundo y cumplió con su cuota de ciudadanía desempeñándose como probo alcalde de Burdeos, pero puso su alma en otra parte.

3. Antifanatismo. El proceso racionalista y su experiencia de vida le condujeron a la constatación escéptica de que la verdad es inalcanzable a la razón. “¡Id a fiaros de vuestra filosofía!”, escribe haciendo una higa a los filósofos antiguos, seguros de demasiadas cosas, que desfilan en sus páginas ensartando necedades, ocurrencias, contradicciones, jactancias estupendas y, vistas en conjunto, hilarantes. Frente a Calvino o los inquisidores, categóricos en su verdad inconcusa, él practica la tolerancia y se pregunta: “¿Qué sé yo?” (ni siquiera, por demasiado abismático, ¿quién soy yo?).

4. Soberanía del yo. Gozó, sufrió, viajó, amó. Criticó unas convenciones, asumió otras. Casado, le sobrevivió una de sus seis hijas. Elogiando la serenidad ataráxica, afirmó haber perdido sin grandes tribulaciones “dos o tres hijos”, imprecisión que puede confirmar su tesis o solo su confesada mala memoria. Tuvo, empero, dos afectos inmarcesibles: La Boétie, cuya temprana muerte lo acompañó toda su vida, y a quien amaba “porque era él; porque era yo”, una expresión de la soberanía del yo más que del fatalismo; y, en los lindes de la vejez, su fille d’alliance Marie de Gournay, quizá amante además de ahijada.

5. El texto. La traducción de Javier Yagüe (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) es rigurosa sin rigidez. Edición bilingüe, la versión francesa muestra los estratos cronológicos de su crecimiento en arborescencias sucesivas. No se sigue el texto póstumo de 1595, preparado por su ahijada, sino el fijado sobre un ejemplar de 1588 en cuyos márgenes insertó Montaigne numerosos añadidos. Si a este volumen (2.400 páginas) se le cayera el texto exclusivo del bordelés, aún quedarían las citas, flor del mejor latín traducido con mano de poeta (los versos están cortados métricamente: puro arte). El nutrido cuerpo de notas permite reconstituir el universo cultural del Señor de la Montaña. A una obra impagable, una edición ejemplar.

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