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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sótano de Schultz

Enrique Vila-Matas

El personaje central de En la cabeza de Bruno Schulz —relato de Maxim Biller recién publicado por Minúscula— es un hombre “pequeño, delgado y serio” que en la Drogóbich de 1938, al fondo de una callejuela, ve pasar corriendo a un brutal insecto negro. Todos conocemos al monstruo. Oscuro y prehistórico, no tiembla cuando asesina, sigue ahí, nunca se fue. En cuanto al pequeño hombre delgado y serio, se trata, en efecto, de Bruno Schulz, hijo de un tendero judío de Drogóbich —entonces ciudad polaca, hoy ucraniana— y autor de la fascinante Las tiendas de canela fina:un tipo diminuto y atemorizado, modesto y dulce, pero al parecer también cruel, de una severidad oculta en el fondo de su mirada infantil; un tipo que dibujaba muy bien y escribía aún mejor; uno de los creadores del movimiento de vanguardia más importante de las literaturas eslavas, y nunca un autor “raro” como pretenden algunos, sino un artista singular, inimitable.

A mediados de los años treinta, Schulz y Gombrowicz eran los dos genios de la literatura polaca, aunque se hallaban ambos sometidos a la indiferencia general y vagaban por la literatura de su país como si fueran dos jarrones decorativos, quizás simplemente dos gárgolas, o dos tristes tigres… Gombrowicz fue el primero en advertir que cuando Schulz narraba era fiel absolutamente a la vida real, pues no inventaba falsas verosimilitudes, sino que para construir su universo elegía elementos tan fortuitos como arbitrarios: su mundo parecía surgir de la acción misma de las leyes y formas del caos que gobierna el mundo real.

Quizás esa reproducción de leyes y formas sea la que provoque que, cuando leemos a Schulz, su prosa nos remita a una realidad bárbara, muda, profundamente subterránea. Esa prosa bárbara y alucinada reaparece en el relato de Maxim Biller, donde nos encontramos con un Schulz “vivo”, o como mínimo redivivo, aunque de verbo algo pálido, casi fúnebre, pues Biller logra “entrar en la cabeza” del escritor de Drogóbich, pero en momento alguno en la gracia alada de la prosa del invadido, del imitado.

Con todo, Biller —autor checo, de origen ruso, germanizado— recupera una notable parte de la imaginación de Schulz, a quien sitúa en un sótano de la ciudad de las tiendas de canela fina, siempre entre visiones espectrales que van prefigurando lo que va a pasar. Por momentos parece como si el personaje de Schulz incluso hubiera percibido con toda exactitud cómo estaba evolucionando trágicamente la distancia entre estado e individuo, entre el soberbio castillo y las ratas. A ese Schulz en su sótano uno lo imagina hundido en sus visiones, pero también rozando el cielo, y en cualquier caso siempre cerca del núcleo del gran problema: la situación de absoluta imposibilidad del individuo frente a la máquina devastadora del poder. Un Schulz que a veces se parece asombrosamente a la literatura misma, pues crea atmósferas sombrías, llenas de presentimientos y de amenazas externas, esa aura que él mismo decía que condensaba toda historia familiar, toda historia de terror.

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