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El hombre que fue jueves
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El río de oro

Marcos Ordóñez

El tren vuelve a ponerse en marcha. Vuelvo a ver al niño pelirrojo contemplando el mundo a través de los árboles, desde su balcón de la calle Álvarez de Castro; escucho las voces llenas de amor de su madre y su abuela, las dos Carolas, y veo la claridad de aquel abril de 1931, y de repente la luz mortecina de la posguerra, y el afán empecinado por salir adelante, por “ser alguien” en el cine y el teatro. Estupenda noticia: El tiempo amarillo, las formidables memorias de Fernán-Gómez, ya están de nuevo en las librerías, por gentileza de Capitán Swing, que recupera la reedición, ampliada y en un solo tomo, de Debate en 1988.

He vuelto a ver y a sentir todo eso, la crónica de un país y el relato del niño que acabará convirtiéndose en el mejor actor de su época, y luego será director y escritor, y ha vuelto a sorprenderme, como la primera vez, esa suerte de pudor a la hora de hablar de sus obras, como si no estuvieran a la altura de sus expectativas. O que no mencione cotas tan insólitas en la televisión de los setenta como su trabajo en La última cinta, de Beckett, que deslumbró a quienes la vieron. O que pase casi de puntillas sobre el episodio de su firma en la famosa carta a Fraga sobre la represión en Asturias: Rabal y él fueron los dos únicos cómicos que se atrevieron a jugarse sus carreras. Echo de menos todo eso, porque para mí las memorias de Fernán-Gómez deberían tener dos mil páginas, pero el libro sigue siendo oro puro, oro amarillo, de cabo a rabo.

Echo de menos lo mismo que le faltaba al volumen de Debate: un índice de nombres, libros, funciones y películas. Y a la espera de la segunda edición, sugiero que se recupere la cita inicial de Miguel Hernández (“Pero yo sé que algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”) y que se eliminen dos erratas singulares: en la página 51 aparece “cripta de Rombo” (en vez de Pombo) y, esta es gloriosa, El tío Manta (pág. 421) en vez de El tío Vania. Menudencias que anoto pero se borran ante un regalo añadido: el prólogo, extenso y sin desperdicio, de Luis Alegre, que conoció al personajazo, todavía “lúcido, explosivo, imbatible, magnético”, en los años noventa. Vayan abriendo boca: Nochebuena de 1991, tres de la madrugada. Juan Diego invita a Alegre y a David Trueba a plantarse en la fiesta anual de Fernán-Gómez y Emma Cohen en su piso de la Castellana, y les presenta como dos cantantes callejeros de Zaragoza, a los que dice haber conocido en la calle. Para pasmo de ambos, anuncia que cantarán y él pasará la gorra. Dicho y hecho: Alegre se lanza a cantar Te lo juro yo, al estilo de Miguel de Molina, y Trueba hace los coros. Mejor entrada, imposible.

Luis Alegre cuenta muchas historias, tan estupendas como esa. Historias de fiestas, de rodajes, de comidas y cenas, de conversaciones inagotables, que luego darían pie al documental La silla de Fernando. Una hermosa amistad que duró quince años, hasta el otoño de 2007, cuando David Trueba y Ariadna Gil intentaron rodar en su casa, porque Fernán-Gómez apenas podía caminar ya, La palabra y la cosa, la función de Jean-Claude Carrière, que les había entusiasmado en París. No pudo ser: el gigante murió un mes más tarde. Pero aquí vuelve a estar, vivísimo, de nuevo.

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