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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Rocío Márquez o la cátedra lorquiana de vanguardia flamenca

La cantaora asombra con sus ‘Ritos y geografías para Federico García Lorca’

Rocío Márquez y Pepe Habichuela, en su actuación del sábado en el Teatro Real.
Rocío Márquez y Pepe Habichuela, en su actuación del sábado en el Teatro Real.JAVIER DEL REAL

Sobre el eje de una voz que atraviesa el tiempo, giraban en carrusel visitantes de otras esferas para acompañar a Rocío Márquez en su homenaje a Lorca. Fue el sábado, en el Teatro Real. Y no hablamos de Pepe Habichuela, que apareció junto a la cantaora de inicio, nada más alzarse el telón, o de todo el fascinante plantel de acompañantes que siguieron detrás como asombrosos duendes reales. Nos referimos a cómo por los resquicios de las ventanas y a veces a plena vista, en los balcones, les puedo asegurar que junto a Manuel de Falla creímos que se nos aparecía John Coltrane o al lado de Mairena y la Argentinita, juro haber visto a Miles Davis conversando con Stravinski.

Seguro que Mauricio Sotelo, creador de El público, la ópera actualmente en cartel basada en el texto lorquiano, presente anteayer en el patio de butacas, también se dio cuenta. Y puede que Carmen Linares, igual. Ese fue el viaje que nos fijó esta figura emergente y sólida a la vez del flamenco. La mujer que sedienta de riesgo y sobrada de argumentos ha venido a sobredimensionar un mundo que, a veces, dice, le “oprime”, pero que lleva dialogando siglos con otras músicas, otras expresiones, mezclándose a partes iguales con lo popular, la vanguardia y siempre con las de ganar.

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Rocío Márquez ya no es sólo la niña onubense que desde los 9 años correteó entre las entrañas de un arte secular. Se trata de una sabia prematura a sus 29, que se muestra en escena suficientemente humilde, generosa y audaz como para lucir su conocimiento —elabora una tesis doctoral acerca de las técnicas del cante—, con un talento consciente, que bebe de la pureza y la inquietud a dos bandas; que hurga y moldea quizás la propuesta más arriesgada dentro del género que se pueda escuchar sobre los escenarios.

Lorca sigue siendo ese canon. Quien además de artista símbolo fuera organizador del primer festival internacional de dicho arte en Granada, allá por 1922, sigue marcando el camino a través del cual todo puede fundirse. Dentro de la ya mil veces atravesada senda que nos legó con sus canciones y poemas, ha entrado en el siglo XXI cargado de bríos seductores. Márquez nos lo sacó a escena vestido de pureza y tradición, amparada en ese discurso por Habichuela y los Mellis a las palmas para regalarnos una serena versión de El diamante, la carga racial de En el café de chinitas o la Reyerta del Romancero gitano.

Pero lo gordo vino después. Cuando sobre el escenario aparecieron junto a ella el trío que forma su Proyecto Lorca, concebido por la cantaora junto a Pedro G. Romero. El sonido a cuatro bandas que formaron la dorada y omnipresente voz de Márquez, el piano de Daniel B. Marente, el saxo y clarinete de Juan M. Jiménez y la alucinante percusión orgánica de Antonio Moreno —que lo mismo hace sonar sus costillas fundidas en un taconeo que saca petróleo del tambor, las castañuelas y el xilófono—, resultó, sencillamente, la llama novedosa de una revelación. Lo nunca antes visto.

De entre el jazz, la sonora exploración transgresora de los maestros contemporáneos y la pureza en la base de su bendita afinación, surgió el asombro que atravesaba dos siglos sintetizados en un milagro al compás de la Nana de Sevilla, la ordenadamente caótica genialidad del Anda, jaleo y un guiño republicano a modo de eco con cuentas no pagadas dentro de los Sones de Asturias.

El baile unisex de Leonor Leal redondeaba el espectáculo. Arcángel —presente estos días con un papel luminoso en El público— quiso salir para acompañar a Márquez en Los cuatro muleros y todo reventó al son de la guitarra de Miguel Ángel Cortés y los ritmos de Agustín Diassera en la Canción muerta, a modo de seguiriya, con el ímpetu de un explosivo fórmula 1 bajo control.

La simiente lorquiana plantada en la valiente juventud exploradora de Rocío Márquez abre más dimensiones de esperanza para un arte musical en plenitud como sigue siendo el flamenco. Respetuosa con sus maestros, deudora de Morente y los mejores clásicos, el dulce y sereno arte de esta figura seductora y ejemplar ya no tiene vuelta atrás. Empieza a marcar época.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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