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IDA Y VUELTA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El tirano cinéfilo

Kim Jong-il era fanático de los 'westerns', sobre los que poseía una erudición cercana a la omnisciencia. A los dictadores les gustan las películas porque pueden salir poco

El fallecido mandatario norcoreano Kim Jong-il.
El fallecido mandatario norcoreano Kim Jong-il.KCNA

Los dictadores son propensos a la cinefilia. Lenin, que detestaba la música, porque lo irritaba que le hiciera ponerse sentimental, consideraba que de todas las artes el cine podía ser la más útil para favorecer la causa del proletariado. Hitler veía casi cada noche, en una sala de cine perfectamente equipada, operetas vienesas de época y musicales americanos, y le regaló a Eva Braun una cámara para hacer películas en color que aún hoy nos hielan la sangre, con su mezcla de risueñas estampas domésticas y cataduras genocidas tomando el sol en terrazas con vistas de los Alpes. A Stalin le gustaban también los musicales americanos y las películas del Oeste, y como padecía insomnio, igual que Hitler, y disfrutaba manteniendo despiertos a sus cortesanos hasta muy tarde, podía prolongar la sesión de cine con una juerga alcohólica, en la que observaba en silencio a sus aduladores y a sus víctimas futuras como inventando para cada uno de ellos un guion siniestro cuyo desenlace no conocía nadie más que él. El general Franco no trasnochaba ni bebía, pero su devoción por el cine era igual de vehemente, hasta el punto de escribir el guion de aquella película, Raza,que era una ensoñación patética de su propia biografía, y demostraba que el cine puede arruinarle la imaginación a cualquiera.

Quizás a los dictadores les gustan tanto las películas porque tienen muy limitadas las posibilidades de salir de noche y porque están rodeados sin pausa de gente servil con la que ya no saben qué hacer. Salvo Franco, que al parecer se iba a la cama temprano después de rezar el rosario con doña Carmen en la mesa camilla, los dictadores duermen mal, tienen el sueño cambiado, se levantan muy tarde, hacen las cosas a deshoras. De todos los sátrapas de la edad moderna, quizás el más apasionado por el cine fue Kim Jong-il, el Líder Bienamado de la República Democrática Popular de Corea del Norte, hijo y heredero de Kim Il-sung, Gran Líder y luego Líder Eterno, cuando después de su muerte y su embalsamamiento se decretó que seguiría rigiendo la República de Corea y el Partido de los Trabajadores desde la ultratumba.

 Como Stalin padecía insomnio, igual que Hitler, disfrutaba manteniendo despiertos a sus cortesanos hasta muy tarde

A los 25 años el Bienamado Líder Camarada Kim Jong-il se hizo cargo del Ministerio de Agitación y Propaganda, cuya misión era fortalecer la conciencia revolucionaria y antiimperialista del pueblo. Impulsar la cinematografía de Corea del Norte era su tarea principal. No le faltaban méritos, desde su mismo nacimiento. Cuando Kim Jong-il salió del vientre de su madre, se apaciguó al instante una tormenta, y al abrirse las nubes apareció en el cielo un doble arco iris, así como una estrella que hasta entonces no habían divisado los astrónomos. Una golondrina había profetizado su nacimiento. Telepáticamente la noticia alcanzó a difundirse entre los guerrilleros que luchaban contra los invasores japoneses: después de abrazarse jubilosamente los unos a los otros, se lanzaron con arrojo redoblado a luchar contra el enemigo. A las ocho semanas de vida Kim Jong-il hablaba con fluidez, emitiendo consignas revolucionarias. A los tres años untó un dedo en un tintero y señaló con él las posiciones de las bases enemigas que debían ser atacadas.

A los 20 era un cinéfilo precoz, y ya no dejó de cultivar esa afición. En Pyongyang, en la Biblioteca Nacional, aparte de las obras completas de su padre, Líder Supremo Camarada Kim Il-sung, se custodiaba un estudio del lenguaje cinematográfico escrito por su hijo. En un edificio sometido a vigilancia militar permanente el Líder Bienamado guardaba su colección secreta de veinte mil películas, todas ellas prohibidas en el país, todo lo mejor o lo más llamativo que se había rodado en cualquier lengua desde los orígenes del cine. Agentes especiales las conseguían para él en Nueva York, en París, en Moscú, en Estocolmo, incluso antes de sus estrenos comerciales. El Líder Bienamado organizaba fiestas en las que se servían exquisiteces de las cocinas del mundo y licores de primera calidad —su preferido era el coñac Henessey, del que importaba al año cajas de botellas por valor de 700.000 dólares—, pero donde la diversión principal, aparte de los servicios sexuales de chicas muy jóvenes sometidas a disciplina militar y encuadradas en una “brigada de la alegría”, era la proyección de películas, a veces dos o tres seguidas. Kim Jong-il era fanático de los westerns, sobre los que poseía una erudición cercana a la omnisciencia, y después de ellos de las películas de James Bond, en especial las interpretadas por Sean Connery, que era su actor favorito.

¿Cómo hacer cine que elevara la conciencia revolucionaria del pueblo y que pudiera competir?

Veía aquellas películas y pensaba melancólicamente que comparado con cualquiera de ellas el cine de Corea del Norte era lamentable. Faltaban medios, desde luego, faltaban actores, pero sobre todo faltaba solvencia técnica, inspiración, ese milagro del lenguaje cinematográfico que él mismo había estudiado con tanto detalle. ¿Cómo hacer un cine que elevara la conciencia revolucionaria del pueblo y que al mismo tiempo pudiera competir con el del mundo imperialista?

La solución que encontró el Bienamado Líder en 1978 es el hilo de un libro riguroso y sin remedio extravagante que acaba de publicar Paul Fischer, A Kim Jong-il Production, una de esas historias que uno encuentra por azar curioseando en una librería y ya no puede dejar de leer, aunque tenga otras obligaciones más severas. Para mejorar la industria cinematográfica de Corea del Norte lo que hizo Kim Jong-il fue ordenar el secuestro del director más conocido en ese momento en Corea del Sur, Shin Sang-ok, y también de su esposa, Choi Eun-Hee, que era la actriz más popular y más guapa, la estrella máxima del cine surcoreano. Los secuestraron por separado. Durante cinco años los mantuvieron escondidos y cautivos. Cuando Kim Jong-il se vio por primera vez delante de aquella mujer de belleza radiante a la que había admirado en solitario en tantas películas, alabó, con timidez rijosa, lo bien que le sentaba el pantalón muy ceñido, y le dijo de sí mismo, soltando una confusa carcajada, que era tan pequeño como la caca de un enano. Ella recordó luego que la llevaban a fiestas en lugares lujosos que parecían un cruce entre Las Vegas y Vladivostok. Su marido, Shin Sang-ok, tuvo menos suerte: pasó cinco años en campos de concentración y celdas de castigo, hasta que se le quebró la voluntad.

Kim Jong-il logró lo que deseaba: el cautivo Shin Sang-ok dirigió una superproducción norcoreana que al Bienamado Líder le pareció una obra maestra, y que probablemente es una de las peores películas que se han hecho en el mundo, Pulgarasi, la historia de un Godzilla revolucionario que se alimenta de hierro y defiende a los campesinos de gobernadores y terratenientes inicuos en la Corea medieval. Pero la alegría no le duró a Kim Jong-il: con deslealtad incomprensible, su director favorito se escapó al mundo capitalista en cuanto se le presentó la ocasión.

La cinefilia es contagiosa: confieso que he buscado Pulgarasi y la he visto entera en YouTube, imaginando a Kim Jong-il absorto en esas mismas imágenes, a altas horas de la noche, con una copa de coñac Hennesey en la mano, en el insomnio de Pyongyang.

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