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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Está Franco en el infierno?

Cuarenta años desde la muerte del dictador todavía sobreviven entre nosotros vestigios de su paso por el mundo

Manuel Rodríguez Rivero
'¡Calamidad!', de Henri Camille Danger.
'¡Calamidad!', de Henri Camille Danger.Museo de Orsay

Cuarenta años desde la muerte en cama y con heces en melena del siniestro dictador de voz aflautada y mano siempre presta a firmar la sentencia de muerte (disculpen el rencor, tan desfasado y generacional). Todavía sobreviven entre nosotros vestigios de su paso por el mundo, y no me refiero solo a nombres de calles y a muertos sin sepultura, sino a actitudes y pulsiones observables en el modo en que aquí algunos entienden la política y el ejercicio del poder (también en la izquierda, por cierto): que aquel tipo dejó huella (además de pantanos) es indudable. Desde mi resentida parcialidad, no puedo evitar representármelo como aquel gigante de cómic (él, que era tan escaso de talla) con aires de golem que se pasea con su formidable maza entre las ruinas de la ciudad que ha destruido y la multitud de cadáveres que ha dejado a su paso: véanlo en el impresionante (y ultrakitsch) lienzo ¡Calamidad! (1901), de Henri Camille Danger, que cuelga en la estupenda exposición El canto del cisne, en la que la Fundación Mapfre (Madrid) ha reunido una significativa muestra de la pintura académica de la colección del Museo de Orsay. Le va bien al personaje Franco, tal como aún me lo represento, lo pompier, lo exagerado, lo ubuesco. Y también ese sentimiento apocalíptico cultivado por muchos artistas del XIX que expresaba las ansiedades románticas y posrománticas ante un mundo en el que las certezas ilustradas ya no consolaban: de John Martin a Delacroix o Arnold Böcklin, los museos guardan testimonio de aquellos miedos de los que ¡Calamidad! da buena cuenta a su modo exagerado y tremendo. En todo caso, las editoriales también conmemoran el aniversario de la muerte de nuestro último dictador (crucemos los dedos). De entre los libros que me han llegado últimamente, selecciono tres muy diferentes que retoman directa o indirectamente la figura del Generalísimo. El más explícito es Franco, biografía del mito, del profesor Antonio Cazorla, un libro publicado originalmente por Routledge, del que Alianza publica ahora la traducción (en realidad, actualización) española. Su autor, catedrático de historia en Ontario, pero nacido en el poblado marginal de La Chanca (Almería), no oculta su opinión: “Estoy convencido de que fue un hombre cruel, egoísta y un tirano que hizo mucho daño a millones de personas y al país”, a pesar de que confiesa que se sintió triste cuando, a los 12 años, se enteró de que había muerto. Su libro, divulgativo y dirigido originalmente a un lector no español, recorre una biografía más exhaustivamente contada por otros autores, pero tiene el mérito de explorar el modo en que los mitos creados en torno al dictador fueron percibidos y reelaborados por los españoles. Matar a Franco, de Antoni Batista (Debate), recrea (con ciertas dosis de “creatividad”) los sucesivos intentos de acabar con el tirano y sus consecuencias (como en el caso de Hitler, los apiolados siempre fueron los que lo intentaron), deteniéndose especialmente en el atentado del palacio de Ayete (San Sebastián, 1962), que fue el que tuvo más probabilidades de éxito. Por último, Los amigos de Franco (Tusquets), del periodista Peter Day (subtítulo de la edición original: Cómo la inteligencia británica ayudó a llevar al poder a Franco en España), es un interesante trabajo que viene a completar, casi veinte años más tarde, el estupendo libro de Enrique Moradiellos La perfidia de Albión,publicado por Siglo XXI y hoy nada fácil de encontrar. Los británicos, como se sabe (o mejor dicho, su clase más conservadora), se obsesionaron por una presunta bolchevización de España y apostaron primero por el “apaciguamiento” y, luego, por una neutralidad culposa, en la práctica cómplice durante los primeros y más terribles años de la dictadura. A veces disfruto recordándoselo.

Comedia

Como saben mis improbables lectores, en general evito recomendar libros cuya adquisición suponga un especial desembolso, una norma que incumplo con cierto pesar cuando considero que la relación calidad-precio está justificada. Siempre he pensado que el libro es, además de todo lo demás (que es lo importante), una mercancía industrial cuya materialidad también puede y debe ser evaluada. Y el precio es uno de los elementos que pueden disuadir o animar al lector-consumidor, algo que a menudo olvidan los críticos, como si su labor sólo hubiese de concernir a los “contenidos”. En todo caso, el incumplimiento de esa norma propia sobre el precio me sucede con cierta frecuencia con editoriales como Taschen, que, además, suele reeditar más tarde sus grandes obras en formato reducido, presentación más modesta y a precios más asequibles. Estos días ando entusiasmado con uno de sus maxilibros más recientes, Los dibujos para la ‘Divina Comedia’ de Dante, de William Blake, un volumen de gran formato (99,99 euros) que incluye las 102 ilustraciones (en distintos grados de elaboración) que el visionario poeta, pintor y grabador inglés elaboró en los últimos años de su vida para acompañar la obra cumbre del poeta florentino. Blake (1757-1824), animado por sus amigos (y conspicuos artistas del momento) John Flaxman y Johann Heinrich Füssli, aprendió italiano para leer la Commedia en el original y poder enfrentarse con el mayor rigor a una obra cumbre del canon occidental que ya había sido ilustrada por importantes artistas durante los cinco siglos anteriores (este año, por cierto, celebramos el 750º aniversario del nacimiento de Dante). Contemplados ahora estos dibujos, bocetos y acuarelas, se tiene la impresión de que nada podía adecuarse mejor a la cosmovisión hermética y agitada del gran profeta británico de la modernidad que el extenso poema dantesco, con su inagotable galería de personajes, escenarios y temas (la culpa, el castigo, la venganza, la redención) y su eterna potencialidad para alimentar la imaginación más desbordada. Incluyendo, desde luego, la tradición literaria (y plástica) de los “viajes sobrenaturales” en la que se inscribe, iniciados en la cultura occidental con el descensus ad inferos de Ulises (Odisea, XI), y continuado con la visita al Hades de otros héroes fundacionales: Eneas, Cristo o san Pablo. Blake emprendió su obra cuando se acercaba a los 70 años y el racionalismo de las Luces (el Enlightenment) ya estaba dando paso a una nueva sensibilidad (en literatura, auge de lo “gótico”), que estos dibujos reflejan en su personalísima interpretación. De los 102 conservados, 72 están dedicados al infierno, lo que confirma el mayor atractivo del mal y los condenados (los perdedores) como objeto de representación. Por cierto, que para cuando Dante compuso su obra, Franco (véase más arriba) no era más que un improbable germen en los designios de la Providencia, por lo que no aparece en el círculo (el 7º) de los violentos, junto a sus colegas anteriores (Atila, por ejemplo) que permanecen para siempre allí, sumergidos en la sangre hirviendo del Flegetonte y atormentados por los centauros. La edición de Taschen está a cargo de Sebastian Schütze y Maria Antonietta Terzoli, autores también de los artículos introductorios que explican la gestación de ambas obras.

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