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Exhibición de amargura

Con 'La ley de la ferocidad', el argentino Pablo Ramos rescata a su personaje Gabriel Reyes, enfrentado ahora a la muerte de su padre y a la exploración de sus zonas más abyectas

El escritor Pablo Ramos.
El escritor Pablo Ramos.Daniel Mordzinski

La escritura de Pablo Ramos (Buenos Aires, 1966) se despliega tan apegada a la experiencia, con tan extrema conmoción del dolor y la querencia, que presumo que no le será fácil al novelista, al volver sobre su texto, deslindar lo que corresponde a la biografía y lo que debe a la invención. Todo parece igualmente vivo. El escritor ha declarado, en distintas ocasiones, que Gabriel Reyes es escritura y Pablo Ramos no. Gabriel Reyes es el personaje medular que articula casi toda la obra del escritor argentino. Su puerta de acceso a la literatura. Lo que pueda tener de él queda subsumido en la voracidad del personaje.

 En El origen de la tristeza (Malpaso, 2014) Gabriel Reyes narraba con su voz el fin de la adolescencia. En La ley de la ferocidad es un hombre adulto con buena posición económica, adicto al alcohol y las drogas, vanamente destrozado, hostil con su pasado de chico de barrio, del que huyó para vengarse del padre, para no parecerse a él. La muerte del padre lo obliga a regresar, y ese vacío abre una rememoración construida con golpes de asalto a la memoria, bajo la impotencia del afecto familiar que sólo emerge en la escritura, y que aquí posee un carácter encaminado a la purga del desastre vital, el extravío, y el desconsuelo.

La vuelta a la casa paterna supone, para Gabriel, tener que pasar un velatorio de dos días y dos noches hasta la cremación del cadáver, además de encargarse de la gestión con la empresa fúnebre en calidad de hijo mayor. En ese tiempo se le adensa su condición de hombre acorralado, cuyo éxito económico es producto del odio, hasta detestarse a sí mismo por lo que fue y lo que ha llegado a ser, con el padre como el gran culpable de su desazón. Aquí el padre no es una figura de relevancia, dominadora y excluyente, sino un hombre gris, de escaso mérito, “silencioso y parco para su familia y con una vocación de servicio a los demás”, en la que el hijo adivina un misterio de trivialidad que lo angustiaba y lo lleva fuera de su influencia: “Juré que nunca iba a usar el apellido de mi padre, y que no iba a elegir lo peor hasta morir derrotado”.

La novela podría haberse quedado en una desesperada soflama de Gabriel contra su familia, simplemente por pertenecer a ella, o por no abrirse al amparo que él reclamaba en su adolescencia. Y tal vez hubiera bastado como expresión de la sordidez moral del personaje. Pero en Pablo Ramos la tensión narrativa impone una exploración de las zonas más abyectas. En la segunda página Gabriel se presenta como “el hombre que escribe”, queriendo encauzar con las palabras una forma de conciliación. En cierto modo La ley de la ferocidad se propone como una penitencia pública, una exhibición de amargura para alcanzar una acción imposible: llorar la muerte del padre, admitir la ternura que se ocultaba tras el silencio de sus gestos.

Y para ello necesita realizar un itinerario alucinado, a través de esos dos días y noches de velatorio en los que Gabriel entra y sale del rito de despedida confrontándose con lo peor de sí mismo, mezclando su responsabilidad heredada, que aborrece llevar a cabo, con la vergüenza de su éxito profesional, concurriendo al mismo tiempo en prostíbulos, bebiendo hasta la extenuación, dejándose guiar al albur por un taxi por el barrio ahora desconocido, donde se extravía en los recuerdos que convoca, recelando de sus exmujeres, de sus cuñadas, del embalsamador, de los amigos de su padre; a todos los percibe como enemigos, mezquinos, ilusorios, ineficaces (como a él mismo) para sortear el miedo y apaciguarse, aunque sea en “una paz de alcantarilla”. La manifiesta crudeza, el resentimiento desbocado, la decepción unida a la rabia de vivir que remite al malestar del existencialismo, se expone en estas páginas como una exacerbada búsqueda de verdad, tal vez imposible de alcanzar, pero que nutre la narración para extraer del dolor la comprensión de lo que significa vivir.

La ley de la ferocidad posee tal inclemencia emocional que ella misma impide, a riesgo de trivializar su impacto, dar razón cabal de la pavorosa caída en la abyección de Gabriel Reyes. Está escrita, como suele decirse, con las tripas, sin que la frase sirva de excusa para no valorar la precisión del novelista tanto en el ajuste de una prosa muy cercana al habla (la difícil sencillez de lo natural) como en la estructura de asedios múltiples al corazón mismo de la desgracia, no sólo existencial, sino también literaria: “Cuanto más crece la conciencia de la belleza, más crece la desesperación, más honda se hace mi angustia”, dice Gabriel, y también “Nada se tiene más cerca que lo que se odia”, y esta experiencia se transfiere al lector, que no la podrá eludir.

La ley de la ferocidad. Pablo Ramos. Malpaso. Barcelona, 2015. 320 páginas. 19,50 euros.

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