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Hora punta del cine español

Con todo en contra, el cine español resurge y vuelve a llenar las salas. Un análisis del tono interpretativo y pulso creativo de los mejores filmes que aspiran a los Goya

Marcos Ordóñez
Los directores Alberto Rodríguez ('La isla mínima') y Daniel Monzón ('El Niño').
Los directores Alberto Rodríguez ('La isla mínima') y Daniel Monzón ('El Niño').Bernardo Pérez

Llevamos demasiados años escuchando que el cine español no interesa, que no conecta con el público y que es una suerte de subgénero del cine europeo o americano. Pero cuando parecía cantado que nuestro cine estaba perdiendo la batalla frente a la multiplicación de las formas de entretenimiento (más o menos gratuitas o de inferior coste), resulta que la gente ha vuelto a frecuentar las salas, desertizadas por la crisis, el desinterés por la oferta y la subida del precio de las entradas.

De repente, contra baremos y agoreros pronósticos de tendencias, y a pesar de la losa de un IVA del 21%, resulta que 2014 ha sido el mejor año del cine español en mucho tiempo: 123 millones recaudados, con una cuota de mercado del 25,5%, cifra verdaderamente histórica que no se alcanzaba desde hace más de tres décadas. En ese balance pesan, cómo no, los taquillazos de Ocho apellidos vascos (55 millones) y Torrente V (casi 10), pero El Niño y La isla mínima, plurinominadas en los Goya, han alcanzado también muy altas cifras (rondando los 16 millones la primera y los 6 la segunda), aspecto reseñable al ser dos thrillers que escapan de la fórmula (acción pura y dura) que suele arrasar en las taquillas.

Desde luego que siguen los recortes de las subvenciones de Cultura, y eso se nota, claro está, en los presupuestos de las películas. Y el sector se queja de retrasos muy notables en el pago de las ayudas a la amortización. No podemos olvidarnos de los cines que cierran, ni de una producción que sigue siendo baja, ni de los actores, guionistas y técnicos que siguen en paro. Ni de las muchas películas, algunas excelentes, que sin el debido apoyo publicitario han vuelto a pasar fugazmente por las salas.

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Dineros aparte, ha sido un año pródigo en talentos, en pulso narrativo, en trabajos superlativos en todos los campos de la industria. Hay que señalar (y aplaudir) que la creatividad de nuestra escena, también entusiasta pese a tantos palos en las ruedas, vuelve a notarse en los repartos de las películas: es ya un viejo axioma, a menudo olvidado, que cuanto mejor es el teatro, mejor es el cine.

El repóquer finalista de los Goya pone sobre el tapete, en definitiva, un estupendo abanico de géneros y tonos como hacía tiempo que no disfrutábamos. En La isla mínima, El Niño, Relatos salvajes, Magical Girl y Loreak hay placer de contar y filmar, interpretaciones memorables y un estilo siempre al servicio de cada historia.

Veamos esas cartas.

La isla mínima quedó apeada de la representación española para los Oscar, pero ha obtenido nada menos que 17 nominaciones para los Goya. A priori, la historia no contaba con elementos arrasadores, más bien lo contrario. Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, su guionista habitual, no quisieron repetir la trepidación de Grupo 7 y optaron por un relato de ritmo pausado y pocas palabras. También podía haber jugado en su contra la localización histórica, todavía con plomo en las alas. Estamos en el alba incierta del posfranquismo, en un paisaje moral cercano al clima caciquil y las esclavitudes de Los santos inocentes, como si no hubiera pasado el tiempo. A ese terruño del que todos quieren salir por pies llegan dos policías para investigar unas desapariciones que también traen a la memoria los atroces crímenes de Alcàsser. Hay quien ha visto parentescos con la serie True Detective, aunque la serie se estrenó en Estados Unidos cuando la película ya estaba rodada. La atmósfera irrespirable de La isla mínima me hizo pensar, más bien, en un cruce entre El cebo (Ladislao Vajda, 1958), una de las perlas negras del cine español, y Memories of Murder (Bong Joon-ho, 2003).

Lo más sugestivo de las interpretaciones de Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo es que no hay un solo cliché en sus personajes. Estábamos tristemente acostumbrados a que los policías españoles de la época gastaran bigotito y vociferasen mucho. Los de esta película están muy bien dibujados, sobre todo el de Gutiérrez, que es el más denso y con más revueltas, aunque siga un patrón clásico: el poli que se salta la ley, pero tiene un olfato de sabueso y es leal al compañero. La culpa o la sobredosis de oscuridades le han abocado a la priva, y tampoco se excede el actor en esa tipología. Recuerdo ahora su primer (para mí) rol dramático en la pantalla: estaba impresionante en La habitación del niño (2006), la película para televisión de Alex de la Iglesia. Y es imposible olvidar su temible politicastro asesino en Los Mácbez, el reciente montaje de Andrés Lima en el María Guerrero. Única pega: a mi juicio, no acaba de dar la edad. Se dice de su personaje que “envejeció mal”, y la verdad es que tiene un aspecto excelente. Pienso en Raúl Arévalo y me vienen a la cabeza sus formidables roles de comedia (más o menos oscura). Aquí lleva a cabo un admirable trabajo de contención, mirada a mirada, silencio a silencio.

Los actores que les rodean están igualmente eminentes. Antonio de la Torre, que siempre la clava. Nerea Barros, voz oscura, belleza fatigada, con toda la tristeza de la humillación en los ojos. Manolo Solo, otro actor a seguir, al que descubrí gracias a Montero y Maidagán (José Ramón: por cierto, a ver si se emite de una vez). Y Jesús Castro, en un perfil chulesco y siniestro, la mejor respuesta para quienes dicen que el protagonista de El Niño tiene un solo registro.

Hay placer de contar y filmar, interpretaciones memorables, y un estilo siempre al servicio de cada historia

Hablando de El Niño: 16 nominaciones. Otro thriller español, pero, en este caso, muy cerca, para mi gusto, de las nuevas cosechas del cine negro francés reciente (ecos de Jacques Audiard, de Maïwen Le Besco, de la serie Braquo) o, más lejos, del aroma setentino, sobrio y seco de Don Siegel que ya perfumaba su anterior película. Daniel Monzón y su guionista de cabecera, Jorge Guerricaechevarría, juntaron por primera vez sus talentos en El robo más grande jamás contado y pisaron fuerte en La caja Kovak y, por supuesto, en la detonación de Celda 211.

Su nueva entrega tardó en ver la luz: fue lenta la escritura (muchos meses entrevistando a policías y delincuentes del Estrecho), minuciosa la búsqueda del reparto, y hubo, cuenta Monzón, no pocas dificultades para levantar el proyecto. Hay en El Niño brillantísimas escenas de acción, pero lo importante es que los personajes tienen tiempo y espacio para crecer. Quizá sea ese el principal reto de una película que no fuerza su andadura, que se niega a caer en las tentaciones de la velocidad, de las explosiones cada cinco minutos y del diluvio de planos cortos que parecen obligatorios en una superproducción “de aventuras”.

Dos mundos: el sur de España y el norte de África. Otros dos: polis y ladrones, igualmente azacaneados. Y con un similar sentido del juego: la caza para los primeros (aunque sean conscientes de que persiguen a los peones, y los reyes del tablero están siempre ocultos), el desafío para los segundos. Y las persecuciones, helicóptero contra lancha, euforizantes para ambos bandos. El señor Hawks estaría contento. Y el maestro Isasi-Isasmendi, pionero del género en España.

¿Más dualidades? Sí: una feliz conjunción de debutantes y veteranos. En el lado de los polis, Luis Tosar, Sergi López, Bárbara Lennie y Eduard Fernández, exhalando cotidianeidad hasta cuando uno de ellos entra en el lado oscuro. En el de los ladrones, Jesús Castro (un protagonista muy criticado, pero que da muy bien la imperturbabilidad del personaje), Jesús Carroza (pura alegría) y Saed Chatiby (puro miedo), y sus respectivas novias, Mariam Bachir y María García, que tienen encanto y verdad. Y los inquietantes villanos: el hosco y amenazador Moussa Maaskri, e Ian McShane, que cruza el metraje como una sombra de rotunda presencia.

Los hermanos Almodóvar apostaron con clarividencia: Relatos salvajes, coproducida por Kramer & Sigman (30% los primeros, 70% los segundos), es la película más vista de la historia del cine argentino, atesora 10 premios Sur, ha entrado en el quinteto de finalistas para los Oscar en la categoría de mejor filme de habla no inglesa y llega a los Goya con nueve nominaciones.

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La comedia bárbara escrita y dirigida por Damián Szifron es un mosaico rebosante de tensión e ingenio: un formato (al que los anglosajones llamaban portmanteau) muy popular en los años sesenta y luego eclipsado.

Seis historias negras de personajes al límite con un precedente argentinísimo: la feroz serie Tiempo final (2000-2003), breves episodios de alta tensión y desenlace inesperado, que los hermanos Borensztein escribieron para la flor y nata de los actores de su país.

El reparto de Relatos salvajes no se queda atrás en talento interpretativo. ¿Qué se puede decir a estas alturas de Ricardo Darín, perfecto en Bombita, o del gran slapstick de violencia de Leonardo Sbaraglia (y qué miedo da su oponente, Walter Donado) en ‘El más fuerte’, casi una relectura salteña de El diablo sobre ruedas, de Spielberg? Mis descubrimientos (o confirmaciones) actorales han sido: 1) Oscar Martínez (el plutócrata de La propuesta), al que había visto en teatro, con Darín y Palacios, en Arte, de Yasmina Reza; 2) Erica Rivas, la novia despechada de ‘Hasta que la muerte nos separe’, y 3) Rita Cortese, la cocinera implacable de ‘Las ratas’. Solo lamento que la inmensa María Onetto (reciente su portentosa Sonata de otoño en el Lliure) tenga un papel tan breve. Me encantan todas las historias, pero, quizá porque quien da primero da dos veces, me quedo con ‘Pasternak’, el episodio inicial, que hace pensar en una versión aérea de Diez negritos reescrita por Richard Matheson.

Magical Girl, que cuenta con siete nominaciones, salió a guerrear con tan solo 38 copias y no funcionó en taquilla, pero se llevó el oro y la plata en San Sebastián, fue bendecida por la crítica y suscitó una generosa frase de Almodóvar: “La gran revelación del cine español en lo que va de siglo”. Con la subterránea Diamond Flash muchos aplaudimos el nacimiento de un director con poética propia y mucho que contar. Magical Girl (que en Francia se llamará, con más garra, La niña de fuego) ha sido una confirmación apabullante, una tragedia trazada con compás, una fábula turbadora sobre las levísimas fronteras entre el bien y el mal. Y una película clásica, que parece beber en las aguas del Fritz Lang más noir (criaturas condenadas, bajo una carga ominosa) y al mismo tiempo retrata, sin buscarlo, la violencia nacida del desasosiego y la falta de salidas de nuestro presente. Intensidad, concentración y misterio son las claves de su juego. Todo tiene un sentido, un peso específico: incluso (parece un chiste y no lo es) que el personaje del profesor se vea obligado a vender sus libros a peso.

La creatividad de la escena, entusiasta pese a los palos en las ruedas, vuelve a notarse en los repartos de las películas

Gran potencia de escritura, extremo equilibrio en la dirección y, sobre todo, deslumbrante galería de intérpretes. Bárbara Lennie asciende a lo alto del podio: intensísima interpretación y complejísimo personaje. Niña de fuego y de hielo, es el centro de la historia, el abismo que crece y se desborda. José Sacristán revalida aquí el poderío incontestable mostrado en El muerto y ser feliz: tarda en entrar plenamente en escena, pero cuando lo hace ofrece un terrorífico loco de amor. Víctimas y verdugos, igualmente, son Luis Bermejo, el padre, capaz de desatar las furias buscando hacer el bien, y el marido psiquiatra encarnado por Israel Elejalde, del que nunca llegamos a saber si es salvador o cancerbero, o Elisabet Gelabert, a caballo entre la bondad sonriente y la puerta al infierno. Emergiendo de esa red de pozos enlazados, relumbra la mirada inocente y desoladora de Lucía Pollán, la hija, otra revelación. Única pega: que Eva Llorach, inolvidable en Diamond Flash, salga tan poco.

Loreak (Flores), la primera película en euskera que aspira al Goya, con dos nominaciones, es otra de las sorpresas del año. A contracorriente: un delicadísimo melodrama romántico, sosegado, contemplativo, muy contenido, pero poco a poco desgarrador; una parábola hermosa y terrible sobre el olvido. Tiene un despegue lento, pero se impone poco a poco, y cuando te agarra ya no te suelta. Si en Relatos salvajes las emociones brotan sin freno, como géiseres, Loreak habla de amores secretos y catástrofes íntimas que no se atreven a aflorar (nunca mejor dicho): hay algo muy cercano al cine de Ozu o al Wong Kar-Wai de Deseando amar en el tono y las maneras de esta historia, bellamente narrada por Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, que también firman el guion junto a Aitor Arregui. Admirable trío de actrices: Nagore Aranburu (Ane), Itziar Ituño (Lourdes) y especialmente la veterana Itziar Aizpuru (Tere), coprotagonista de la no menos singular 80 egunean (En ochenta días, 2010), el debut conjunto de Goenaga y Garaño.

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