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ESPECIAL / CINE

El séptimo arte también se expone

Si alguna vez la industria cinematográfica fue símbolo del entretenimiento, en el siglo XXI la presencia del cine en la colección de un museo representa lo contrario: capacidad crítica

Escena de la película 'El cant dels ocells' (2008), dirigida por Albert Serra.
Escena de la película 'El cant dels ocells' (2008), dirigida por Albert Serra.

Todo periodo histórico tiende a privilegiar unos modos discursivos sobre otros y a inventar nuevas ficciones y formas de expresión. Éstas son instrumentos que las sucesivas generaciones conciben para aprehender un mundo en continuo cambio y, a la vez, promover la peculiar visión de determinados grupos sociales por encima de la de otros. La novela fue, en el siglo XIX, el dispositivo que la burguesía desarrolló con el fin de conjurar sus miedos y anhelos. Honoré de Balzac, León Tolstói o George Eliot fueron claros exponentes de este fenómeno, alcanzando un grado de intensidad, sutileza e incidencia social que iba a ser difícilmente repetible en otras épocas. Ello no sólo se debió a los logros literarios de sus autores, sino también a la permeabilidad de ese género en las diferentes capas sociales que, a pesar de su diversidad, no dejaban de identificarse con los avatares y circunstancias de sus protagonistas.

Si tuviésemos que escoger un medio artístico que encarnase el espíritu del siglo XX, nos decantaríamos por el cine, que consiguió aunar el saber popular y la vanguardia

Si tuviésemos que escoger un medio artístico que encarnase el espíritu del siglo XX, sin duda nos decantaríamos por el cine. Éste consiguió aunar el saber popular y la vanguardia. A su alrededor se congregaron tanto las masas que andaban en busca de unos mitos que el día a día les negaba como las voces más críticas con el mundo industrializado. Chaplin, por ejemplo, era el hombre moderno por antonomasia, sus movimientos mecánicos buscaban ser precisos y articulados, al igual que los de una máquina. Sin embargo, su porte desgarbado evidenciaba las sombras de una sociedad cuya prosperidad seguía asentándose en la desigualdad.

El museo de arte moderno se apresuró a integrar el cine en su acervo patrimonial. El MOMA de Nueva York fue fundado en 1929 y ya en 1935 tenía su Film Library. Ahora bien, llevada por una voluntad férrea de separar las disciplinas estéticas y de subordinar los logros artísticos a su autonomía formal, la modernidad relegó al cine al espacio de la sala de proyecciones. Se exigíauna percepción descorporeizada del mundo y la caja negra favorecía que el espectador se integrase en el relato fílmico, aparentemente sin mediación alguna. De hecho, y aunque en las propuestas expositivas más vanguardistas del momento, como las diseñadas por El Lissitzky, Kiesler o Moholy-Nagy, se incluyese el cine como uno de sus dispositivos básicos, no será sino en las últimas décadas del siglo pasado cuando se empiece a extender su uso en bienales y museos. En la ordenación actual de las colecciones del Museo Reina Sofía ocupa un lugar preferente, situándose al mismo nivel que la pintura, la escultura o el dibujo. Bienvenido, Mr. Marshall, de Berlanga, o La ventana indiscreta, de Hitchcock, nos hacen entender mejor el continuo existente entre arte y guerra fría, la vigilancia mutua a la que se sometieron los bloques políticos durante los años cincuenta y sesenta, la importancia de lo visual en la partición de lo sensible de ese tiempo y la dificultad para representar al otro. Del mismo modo, una serie de películas de Val del Omar, Resnais, Buñuel, Keaton, Godard, Portabella o Almodóvar, por mencionar sólo a los más conocidos, marcan el recorrido de la colección en las distintas salas.

‘Bienvenido, Mr. Marshall' o ‘La ventana indiscreta' nos hacen entender mejor el continuo existente entre arte y guerra fría

A pesar de la crisis por la que atraviesan algunos sectores de la industria cinematográfica, no podemos sostener que la imagen en movimiento, el cine en un sentido más amplio, haya decaído en las últimas décadas, como tampoco ha disminuido la capacidad de la sociedad para generar historias. No obstante, es cierto que la Red ha transformado radicalmente nuestro universo discursivo: no leemos o vemos lo que alguien ha escrito o filmado para nosotros, lo reconstruimos sin remedio desde la maraña inagotable de archivos que se alojan en Internet. La navegación virtual, la lectura en hipertexto, la multiplicidad casi infinita de opciones, que obliga a que el usuario escoja y haga suyos los relatos, han dado un vuelco a la forma de entender lo que nos rodea. La revolución digital ha desplazado al cinematógrafo, como dispositivo, a un segundo plano. Siguiendo la estela de aquellos objetos y prácticas que dejaron de ser útiles, el cine parece encontrar una segunda vida en el centro de arte. En sus galerías, el cineasta experimenta con tiempos y formatos que desbordan los límites de la sala tradicional: películas de unos pocos minutos o de una duración indefinida, proyecciones multipantalla, etcétera. Y ya no nos sorprende que un autor como Albert Serra produzca Els tres porquets para la Documenta 13 o que Aki Kaurismäki reconozca al museo como el lugar idóneo para una de sus escasas retrospectivas.

Ya no nos sorprende que un autor como Albert Serra produzca Els tres porquets para la Documenta 13 o que Kaurismäki reconozca al museo como el lugar idóneo para una de sus escasas retrospectivas

¿Cómo explicar esta incorporación del cine a la estructura del museo? ¿Por qué es relevante el cine en el planteamiento de nuestras muestras? La respuesta sería doble. En primer lugar, el cine y las exposiciones se organizan en torno a un supuesto común: el montaje, que como el Atlas de Aby Warburg propicia el conocimiento fragmentario, la comunicación de las formas y la articulación de los elementos en un sistema dinámico de relaciones, generando narraciones en las que no necesariamente existen ni un comienzo ni un final y en las que se sustituye el principio de causalidad por el de continuidad. A través del montaje nos acercamos a la historia no como algo objetivo y externo, sino como algo interno que nos permite narrar a la par los hechos y la locura de los mismos, la historia y la histeria, según la expresión de Didi-Huberman. En segundo lugar, diríamos que el interés expositivo del cine reside en su anacronismo. En una época hipertecnificada como la actual, emplazada en un presente continuo, sin pasado ni futuro, y en la que todo desacuerdo es cooptado de antemano, ese anacronismo quizás pueda cumplir la función liberadora que tuvo la novela para la burguesía liberal del XIX. Ese anacronismo, ese estar dentro y fuera de nuestro tiempo sin ajustarse del todo a sus condiciones, le permite al cine representar el mundo e impugnarlo. Si alguna vez la industria cinematográfica pudo ser considerada un símbolo de entretenimiento y espectáculo, en el siglo XXI, en la era de la espectacularización colectiva, la inclusión del cine en el museo representa todo lo contrario: la posibilidad de apertura y crítica.

Manuel Borja-Villel es director del Museo Reina Sofía.

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