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Cinco escritores, cinco películas

La atmósfera de los filmes nominados a mejor película en los Goya. Un puzle de paisajes cinematográficos y reflexiones artísticas

Fotograma de la película 'La Isla Mínima'.
Fotograma de la película 'La Isla Mínima'.

El horizonte

Jesús Carrasco sobre 'La isla mínima' 

Hace unos años, al poco tiempo de trasladarme a vivir a Sevilla, quise llegar en moto a Sanlúcar de Barrameda recorriendo los caminos de la margen izquierda del Guadalquivir. Me perdí y, como no llevaba mapa, durante mucho tiempo me sentí dentro de un laberinto porque muchos de los carriles terminaban en un canal o en un cañaveral y era preciso regresar a la bifurcación para volver a intentarlo con otra vía.

En mi pequeña aventura, que concluyó felizmente en Bajo de Guía, con el coto verdeando al otro lado del río, pude ver cómo un carguero se desplazaba cadencioso sobre la llanura. Las torres de contenedores se movían en silencio por encima de los árboles ribereños. A media tarde di con un chamizo con tejado de uralita donde servían, en medio de la nada, albures y pato. Al volver a casa, traté de reconstruir mi recorrido en un mapa de la zona y entonces supe que había viajado, entre otros parajes, por territorios próximos a Isla Mayor, Isla Menor e Isla Mínima, una gradación que me pareció cautivadora y que desde entonces quedó asociada a aquella peripecia cargada de visiones extrañas.

Es una película dominada por el horizonte, esa línea donde, según se narre, el cielo cae sobre la tierra como una guillotina Jesús Carrasco

Más de diez años después he vuelto a aquellos lugares, pero esta vez, en el cine. Salí de ver La isla mínima con el corazón en un puño: por su intensidad dramática, por su potencia visual y por las excelentes interpretaciones. Y lo que es mejor, la película permaneció conmigo durante muchos días, algo que, cuando sucede, refuerza en mí las ganas de leer, de ver cine o de escuchar música porque esa permanencia es síntoma de que algo propio, y a menudo oculto, ha sido desvelado.

Ignoro por qué Babelia me ha llamado para hablar de esta película. Quizá es porque su director es sevillano y yo, que llevo ya diez años en esta ciudad, casi también lo soy. No lo sé. Lo cierto es que la propuesta me ha gustado particularmente porque he encontrado en ella algunos de los referentes narrativos que más me interesan.

Si tuviera que destacar solo dos, el primero sería, sin duda, la presencia sustancial del paisaje y su influencia en los personajes. Cómo, en este caso, el curso bajo del Guadalquivir condiciona la vida de quienes lo habitan hasta hacernos creer que esta historia solo puede ser contada de esta manera. Es una película dominada por el horizonte, esa línea donde, según se narre, el cielo cae sobre la tierra como una guillotina o, a la inversa, es la tierra la que parece evaporarse con la intención de incorporarse a lo sutil.

Otro aspecto a señalar sería la intensidad dramática. La isla mínima no es una de esas obras que te encandilan dulcemente, que te cogen de la mano y, sin darte cuenta, te has pasado casi dos horas sin moverte de la butaca. La isla mínima te agarra de la solapa y te arrastra a empujones y te pone delante de la cara lo que no quieres ver y así, a puñetazos, te abandona en la salida del cine y tú vuelves a casa magullado pero agradecido.

Volveré a viajar hacia el sur, a lo que en su día fue el delta del Guadalquivir. Volveré a perderme en sus caminos sin salida y a comer albures, o pato, o lo que se tercie, en alguna venta remota. Volveré a cegarme con la luz resplandeciente de nuestro Misisipi mágico. Volveré a Isla Mínima, pero nunca más será lo mismo porque su color será ya para siempre el de esta película enorme.

Dar lo prometido

Lorenzo Silva sobre 'El niño'

Una vez le oí comentar a Enrique Urbizu que la dificultad que teníamos para hacer cine negro en España no era que los actores no supieran empuñar un arma con convicción, que muchos no sabían, sino que, antes de llegar a esas cotas de destreza, les faltaba maña para abrir o cerrar una puerta, sentarse o levantarse con el aplomo que el noirrequiere. Digamos que, entre nosotros, al género negro cinematográfico (como también cabe decir del literario) le ha faltado la tradición y la masa crítica que permiten que un arte se consolide. De ahí viene el primer reparo que suscitan muchas películas: la falta de credibilidad de los criminales y policías, agravada por la somera labor de documentación que precede a los guiones, y que nunca se permitirían, por ejemplo, en una ficción criminal norteamericana. Cuando a ellos les da por tomarse una licencia lo hacen siempre a sabiendas y saben envolverla para dar el pego.

Daniel Monzón ya apuntó en Celda 211 sus maneras. Sin perjuicio de alguna inexactitud evitable en el guion (como la alusión al homicidio en primer grado, delito inexistente en España), la historia se tenía en pie y los personajes eran sólidos y persuasivos: los malos tenían sus códigos y los buenos eran tan complejos y paradójicos como el género requiere. Lo apuntado entonces se alza a una altura mayor en El Niño, un thriller impecable en su factura técnica, no sólo por las secuencias de acción, que nada tienen que envidiar a las de cualquier producción internacional, sino también por la dirección de los actores y el trabajo de éstos. Son memorables tanto los polis (Luis Tosar, Eduard Fernández, Sergi López y Bárbara Lennie) como los narcos; desde los más astutos que regentan el negocio aguas arriba hasta los tres pringados que se la juegan en primera línea y acaban pagando los platos rotos (con un trío actoral, el formado por Jesús Castro, Jesús Carroza y Saed Chatiby, verdaderamente extraordinario). Y como guinda del pastel, el descubrimiento de Mariam Bachir, una actriz cuyo personaje es la perla del guion y que sabe imprimirle a su presencia en pantalla la elegancia, la belleza y la tristeza (casi de Pietà) que venían al caso.

Con películas así se va haciendo camino, y cada día estaremos un poco más cerca de tener la ficción criminal  Lorenzo Silva

Es curioso, pero el espectador que acaba de escribir lo que antecede se sentó a ver la película con algún escepticismo, abonado por algunas reseñas que había leído previamente y por la experiencia de Celda 211, con la que, sin negarle méritos, no terminó de sintonizar. Sin pretender que El Niño sea una película perfecta, hay que reconocerle que sus resultados están a la altura de las expectativas que crea: lo que promete, lo da con solvencia y largueza. Es un buen filme de acción, cuaja un conseguido retrato de personajes y lanza una mirada lúcida y pertinente sobre cómo se comete y combate el crimen.

Con películas así se va haciendo camino, y cada día estaremos un poco más cerca de tener la ficción criminal que corresponde a nuestra realidad. Sus virtudes hacen olvidar sus fallos: acaso el más llamativo, en términos de verosimilitud, la ausencia de la Guardia Civil en labores en las que tiene el protagonismo, como es el control del tráfico del Estrecho y de los puertos, y su forzada presencia al final, en una operación que, por lo que se cuenta, dudosamente asumirían los de verde. Confiamos en que en la siguiente se pulirán estos detalles. Por lo pronto, y para el espectador ajeno a estas pejigueras, Monzón se confirma, con El Niño, como uno de nuestros más recios cineastas negros.

Lógica escurridiza

Leila Guerriero sobre 'Relatos salvajes'

A los nueve años, Damián Szifrón hizo una película con una cámara de vídeo amateur en la que incluyó una escena que citaba la secuencia inicial de Los pájaros, de Hitchcock. Para hacerla, pasó horas grabando cada gorrión que se posaba sobre la antena de su casa y, al mostrar el resultado a su familia, todos se rieron mucho. "Se mataban de risa. Yo me ofendía. No podía entender qué les causaba gracia. Si mis películas eran de terror", decía Szifrón hace años, cuando aún no era el director de Relatos salvajes, el film argentino de coproducción española con nueve nominaciones a los premios Goya y una al Oscar (como mejor película extranjera), y cuando ya era director de otras cosas —la serie televisiva Los simuladores, el largometraje El fondo del mar—, que lo habían puesto en un lugar de "director joven y exitoso" del que él renegaba amablemente, diciendo que ser joven no era, en principio, un acto voluntario. El punto es que las dos cosas son ciertas: las películas de Szifrón producen risa y son, también, películas de terror.

En todos los episodios hay un disparador que pone en marcha un mecanismo enloquecido de catástrofes morales y reacciones desaforadas Leila Guerriero

De Relatos salvajes se ha dicho mucho: que refleja la sociedad actual con sus frustraciones, su ira mal contenida, su violencia chisporroteante, su sed de revancha. Está estructurada bajo la forma de seis relatos independientes, recorridos por un filamento grueso de violencia y de miseria humana: un ingeniero especialista en demoliciones pierde los estribos cuando la grúa le lleva el auto mal estacionado y termina cometiendo un acto de barbarie; una mujer decide envenenar a un mafioso de pueblo que ha destrozado la vida de su compañera de trabajo; un empresario intenta encubrir a su hijo, que atropelló a una mujer embarazada, haciendo que uno de sus empleados asuma la culpa y sobornando a un fiscal. En todos los episodios hay un disparador que pone en marcha un mecanismo enloquecido de catástrofes morales y reacciones desaforadas y, así, un fiel empleado dispuesto a inmolarse en la cárcel para encubrir al niño de la casa termina revelándose como un ser —otro más— sin escrúpulos, y un tipo que viaja en la cabina insonorizada de un Audi último modelo termina reventándole la cabeza a golpes con un extintor a un perfecto desconocido. Todo eso en una revisitación del viejo mantra "un hombre común en circunstancias extraordinarias", del aún más viejo mantra "la ocasión hace al ladrón" (y al asesino, y al corrupto), y con líneas de diálogo que mueven a risa y hacen que lo siniestro resulte más siniestro todavía. Szifrón tiene recursos narrativos para dar y regalar (basta con ver el uso de la cámara y de la luz con que sumerge al último de los episodios —una boda en la que la novia descubre que su marido la engaña— en un clima de bacanal embarrada, lúbrica, grotesca, que parece transcurrir en la jaula de un zoológico).

Pero lo más impresionante de Relatos salvajes es su lógica escurridiza. Una lógica que hace que en cada episodio las víctimas se transformen en victimarios y otra vez en víctimas, y que pone a la película en un territorio resbaladizo, sin zonas de apoyo, transformándola en un barco enfermo cuyo único destino es el desastre, conducido por una tripulación enajenada e iracunda en la que todos quieren que los malos paguen y, para eso, devienen, ellos también, seres despreciables (por acción o por omisión: por ofrecer dinero a un pobre hombre pobre para que asuma la responsabilidad de un crimen que no ha cometido, o por no evitar que un hombre miserable se envenene mientras se está a tiempo de evitarlo). Cuando el ingeniero de uno de los episodios pone una bomba en el estacionamiento al que la grúa le ha llevado el auto ya dos veces, la gente, en el cine, ríe gozosamente y, gozosamente también, aplaude: es la revancha de los que se piensan probos. Como una bomba de alto daño, las esquirlas disparadas por Relatos salvajes salpican, sobre todo, a la platea, y se les quedan clavadas a unos cuantos.

Historia de España

Elena Medel sobre 'Magical Girl'

En Cría cuervos, de Carlos Saura, las hermanas huérfanas bailan ¿Por qué te vas? en ausencia de la tía Paulina: durante ese paréntesis de música regresan al espíritu de la edad que les corresponde, y que enterraron. Años más tarde, en Arrebato, Iván Zulueta despojó a su Betty Boop de la sexualidad que marca en nuestro recuerdo al personaje, brindándole con la actitud de Cecilia Roth una perversa ternura maternal. Carlos Vermut ha cerrado con Magical Girl ese círculo —un círculo majestuoso, exacto, como aquel que remata su película— de infancias y muertes con la coreografía de Lucía Pollán, al inicio del filme, frente al espejo.

No cuento más porque a Magical Girl conviene acercarse desconociéndola; lo impone una película forjada con vacíos —los que deja, en el cuadro definitivo, una pieza de puzle extraviada—, silencios y elipsis, en la que sin embargo todo cuadra, todo significa, nada recae en el azar. ¿Qué intuimos tras la puerta del lagarto negro? ¿Qué vincula a Bárbara —Lennie, magnética—, y Damián? Uno de los superpoderes de Magical Girl reside en su inteligencia al callar; otro, en su capacidad para el asombro, en el diálogo entre símbolos y tiempos cambiados, en los bruscos virajes cuando la línea narrativa se endereza.

Uno de los superpoderes de 'Magical Girl' reside en su inteligencia al callar; otro, en su capacidad para el asombro Elena Medel

Conviven muchas películas diferentes en Magical Girl. Según el personaje al que acompañes, Magical Girl habla sobre el poder y la dominación, sobre la compasión y la culpa, sobre la obsesión y la belleza, sobre el amor y el deseo y la destrucción, sobre la venganza y la justicia, sobre España. Oliver Zoco nos sitúa en tierra de nadie: ni cerebrales como nuestros vecinos nórdicos, ni sentimentales como los árabes o los latinos, en esa zozobra nos mantenemos. Y en ese carácter funámbulo de nuestra cultura —el que late en las obras de Cervantes, Goya o Lorca—, se construye Magical Girl.

Carlos Vermut no ha necesitado importar ninguna fórmula de éxito, por mucho que reescriba el género noir y se apoye en referencias a la cultura japonesa o a libros y películas como Alicia en el país de las maravillas o El mago de Oz. La picaresca triste de Luis, los espacios costumbristas que otorgan a Damián el humor negro, el tremendismo y lo tremendo, el discreto encanto de los ambientes en los que se mueve Bárbara, la atmósfera de oscura ensoñación... Elementos que Magical Girl comparte con el cine de Val del Omar o de Buñuel, de Saura, de Zulueta y de Almodóvar. Y al escribir estos apellidos no me refiero —sin más— a que Carlos Vermut se inscriba en esta tradición, profunda y sabia y desacomplejadamente española, sino que Vermut —tras el alto precedente de Diamond Flash— y su honesta Magical Girl acceden por derecho propio a ese grupo.

Antonio Machado, con la voz de Juan de Mairena, acusaba al poema que no revelaba su "acento temporal" de encuadrarse más en la lógica que en la poesía. Magical Girl, ocultándonoslo todo, cae del lado de la lírica, e inclina la balanza lejos del dos-más-dos-son-cuatro con el que Vermut nos previene: Magical Girl nos rompe los esquemas. Por más que aluda a la crisis —con esa conversación entre Damián y Luis, qué sucederá, sucederá lo que tememos, sucederá lo que tememos y como lo tememos—, se desarrolla ajena al tiempo y al espacio, centrada en que el espectador —un personaje más— mire y reflexione y concluya. Densa y turbia, al mismo tiempo delicada y refinadísima —de qué manera traza Carlos Vermut cada situación, y qué plasticidad—, siempre en equilibrio, la espléndida Magical Girl forma ya parte de nuestra historia.

El lenguaje de las flores

Elvira Lindo sobre 'Loreak'

Así, tomando prestado parte del título de la Doña Rosita lorquiana, podía haberse completado el de esta película, Loreak, porque, al fin y al cabo, las flores son utilizadas como símbolo de todo aquello que las personas quisiéramos decirnos pero no sabemos, por torpeza, por desamparo, por un alejamiento del ser amado que no se sabe cómo remediar o por creernos inmortales y pensar que tendremos tiempo para redimirnos o para salvarnos. Pero no. Nuestros seres queridos mueren y a veces dejan tras de sí mensajes que no comprendemos y que ya no vemos la manera de descifrar. Esto es lo que ocurre en Loreak. Muere un hombre en un accidente de tráfico, pero deja, sin respuesta, la razón por la que durante un tiempo enviaba ramos de flores a una compañera de trabajo con la que no tenía mucha relación. Este enigma sacude la vida de la joven viuda, que no entiende cuál era la intención de su marido al regalar flores a una mujer que ni tan siquiera fue su amante. Y también la de la receptora de esos ramos, que ve perturbada su vida, ya que cuando empieza a recibirlos atraviesa un momento de insatisfacción matrimonial.

El tratamiento del tiempo parece sacado del cine japonés, un país, por cierto, donde las flores poseen un lenguaje riquísimo Elvira Lindo

Cada una pone en las misteriosas flores lo que anhela y lo que teme. Hasta la madre del difunto, no sabemos con cuánta malicia, necesita creerse la interpretación más romántica de aquellos envíos para ningunear a una nuera que nunca fue de su agrado. Las flores siguen hablando a pesar de que el tiempo las marchita. Es un recurso clásico de la poesía y del cancionero: "A tu lado vivirán y te hablarán como cuando estás conmigo / y creerás que te dirán, te quiero / pero si un atardecer, las gardenias de mi amor se mueren / es porque han adivinado que tu amor me ha traicionado porque existe otro querer". De los versos de un bolero, como Dos gardenias, a los de Blue Gardenia en la canción popular americana; del valor simbólico que otorgó a las flores Emily Dickinson en sus poemas a esa Doña Rosita cuya juventud se marchita tan inexorablemente como lo hacen las flores.

Es el mero hecho de ser tan bellas lo que las convierte en paradigma de la fugacidad. Las flores nos encandilan tanto como nos duelen y nos inquietan. Los directores Garaño y Goenaga han utilizado ese recurso clásico para componer una historia muy sutil sobre los inesperados caminos del amor. Itziar Aizpuru, Nagore Aranburu e Itziar Ituño interpretan con delicadeza un cuento del que se sabe más por lo que no se dice que por lo que se expresa. El tratamiento del tiempo parece sacado del cine japonés, un país, por cierto, donde las flores poseen un lenguaje riquísimo. Añadiendo a eso que al no saber euskera el sonido de un idioma del que no captamos ni una sola palabra ayuda, más que impide, a añadir misterio a un universo de por sí misterioso. Contada como una película de suspense más que de sentimientos, Loreak tiene la belleza de una flor, ¿de cuál? Yo diría que de la flor del cerezo.

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