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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La mano izquierda

José Manuel Lara pertenece a una generación irrepetible de hombres de este país que, entre una España que muere y otra España que bosteza, supo crear un imperio de proyección internacional. Al igual que Emilio Botín, Jesús Polanco o Amancio Ortega, afortunadamente aún con nosotros, Lara fue capaz de convertir su empresa en una galaxia de contenidos que está entre las ocho más grandes del mundo en su sector, con un catálogo que publica 130 millones de libros al año, pero que también posee cabeceras de periódicos y editoriales así como medios de comunicación o productoras en varios continentes.

Es injusto, sin embargo, resumir su trayectoria y personalidad a fríos rankings o cifras, José Manuel era mucho más que eso. Como buen comerciante, sabía que el éxito de cualquier negocio es prestar tanta atención a la venta al por mayor como al detalle, es decir, ocuparse de lo grande pero también de lo mínimo y, por encima de todo, cuidar el bien más preciado que se posee, el capital humano. De ahí que José Manuel fuera amigo de sus trabajadores, de sus colaboradores, y también de sus autores, tratándonos con una deferencia, una calidez y cercanía tales que lograba que nos sintiéramos parte de la gran familia Planeta. Y les aseguro que no era una amabilidad formal ni mucho menos una pose, era su forma de ser. Por eso, muchos de ellos (algunos muy notables y célebres), el día que la suerte les dio la espalda, descubrieron que él aún estaba allí para ayudarles en tiempos difíciles con una generosidad tan desprendida como elegante, esa que sabe honrar la premisa de que hay que dar sin que tu mano izquierda sepa lo que hace tu derecha. Así era él y estoy segura de que, ahora que se nos ha ido, no le importará que lo desvele.

Cuando alguien desaparece es de rigor hablar de lo grande y positivo que hizo en vida, pero en el caso de José Manuel no resulta fácil. Son tantas las facetas a resaltar que teme uno olvidar alguna. Como su rara mezcla de arrojo y pragmatismo, por ejemplo. Esa que le permitió, en un país tan polarizado políticamente como el nuestro, donde el que no está conmigo está contra mí, estar al frente a la vez de medios de comunicación de signo muy dispar por no decir directamente antagónicos. Cuando alguien le preguntaba cómo era posible, Lara contestaba que muy fácil. Que él, como todo el mundo, tenía sus afinidades políticas, pero como empresario su lealtad estaba sólo con sus lectores, espectadores y oyentes, a los que respetaba en su diversidad.

Tal pragmatismo empresarial no le impidió, sino más bien todo lo contrario, posicionarse a favor de tender puentes entre Madrid y Cataluña a medida que las posiciones de una y otra se fueron enconando. “Habría que aprender” —apuntaba él— “a decir muy alto: soy catalán, però també espanyol”. Ahora que soplan aires más propicios, hay que recordar que fue su voz la primera que se alzó en favor de un acercamiento, hablando de lo mucho que nos une y no de lo poco que nos separa. Por tanto, esto también tenemos que agradecérselo. Pero hay más cosas. Me gustaría destacar asimismo una última faceta humana de José Manuel Lara que corrobora todas las demás. Ante un mal que nadie se atreve siquiera a llamar por su nombre, recurriendo a eufemismos como “una larga enfermedad” o “una penosa dolencia”, él la mencionaba con todas las letras, Cáncer, ayudando así a otras personas que también están pasando por ese trance y a las que en nada beneficia tan tonta omertà.

Así fue José Manuel Lara, valiente, generoso, vital y fiel a sí mismo hasta el último aliento. Más que un gran hombre, un ser humano excepcional.

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