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Tenorio en buena compañía

Controvertido Tenorio de Blanca Portillo. Hay subrayados innecesarios, pero brillan los trabajos de José Luis García-Pérez, Ariana Martínez y Beatriz Argüello

Marcos Ordóñez
Parte del elenco de Don Juan Tenorio en un momento de la representación.
Parte del elenco de Don Juan Tenorio en un momento de la representación. Ceferino Lopez

Todo el papel vendido en el Pavón para ver el Tenorio de Blanca Portillo en versión de Juan Mayorga. Da gusto un teatro a rebosar y un público tan entregado, en justa respuesta a la rotunda entrega de la estupenda compañía. No me convence la teórica con la que Portillo ha presentado su propuesta: ya éramos conscientes (y Zorrilla el primero) de que el Burlador no era ningún angelito. En el montaje hay unos cuantos subrayados innecesarios y algún que otro contratexto flagrante, como la coda final: el fantasma de doña Inés escupiendo sobre el cadáver de don Juan después de haberle redimido. Y hay un problema con los cambios de escena. No es mala idea que Eva Martín, que encarna el espectro de una mujer embarazada por Tenorio, cante canciones dolientes. Tiene una bonita voz y también son hermosas las baladas compuestas por Pablo Salinas (aunque de letras reiterativas), pero ralentizan demasiado la acción: quizás hubiera convenido buscar una escenografía más sencilla. El montaje, por lo demás, avanza con fluidez y a buen ritmo y no pesan las dos horas y veinte.

Lo importante, para mí, es que la función tiene vigor y nervio, y comunica. El Tenorio de José Luis García-Pérez exhala peligro y energía. Su voz ronca en algún momento baja demasiado y se oscurecen los versos, pero en general modula muy bien los tonos. Gran convicción, tanto en la parte chulesca como en su delirio alcoholizado, de un notable patetismo. Brillante trabajo, arriesgado, sostenido, de fuerza creciente: la cumbre de este estupendo actor. No busquen, desde luego, un Tenorio a la clásica usanza. No creo, sin embargo, que Blanca Portillo traicione el espíritu del personaje. Hay una escena que me parece muy ocurrente y a la vez muy verídica: la carta/poema con la que seduce a doña Inés. Mientras la muchacha lee, enardecida, vemos a don Juan componiéndola verso a verso, entre la sorna y la fatiga, pero buscando los efectos con empeño. Y es creíble porque Tenorio es, ante todo, un fingidor: otra cosa es que BP necesite recordárnoslo a cada paso.

La función tiene vigor y nervio, y comunica. El ‘Tenorio’ de José Luis García-Pérez exhala peligro y energía

La directora parte de un arranque similar (mucho más controvertido) en la “escena del sofá”, que no tiene sofá ni falta que le hace. Me convence que don Juan llegue cansado: acaba de acostarse con una doña Ana muy descocada porque por lo visto en Sevilla hace mucho calor. Doña Ana es Marta Guerras: lástima que salga poco. El canallazo recita el pasaje mientras se refresca y parece que se esté choteando de lo que dice pero, ojo, a medida que habla descubre que está enamoradísimo de doña Inés, y me vuelvo a creer ese tránsito, tan bien medido como interpretado.

Me gusta mucho la Inés de Ariana Martínez, quizás cándida al exceso al principio, pero pronto sacudida por el trastorno de la pasión, e igualmente convincente. Esta joven actriz tiene la edad y el físico del rol, y dice el verso con soltura y belleza. Me encantó la Brígida reinventada por Beatriz Argüello, rebosante de picardía, poderío y sensualidad. Una celestina italianísima, cercana a Ornella Vanoni, con algún trazo un poco excesivo, pero que vuela alto y dice su parte de maravilla, con felices toques de comedia: atentos a cómo calza la palabra “fin”. Soberbia, sobre todo, en su diálogo en la quinta con Ciutti, el impecable Eduardo Velasco. Si el Tenorio fuera una serie, este par merecería un spin-off, o sea, una serie nueva para ellos solos: Brigida & Ciutti, sociedad limitada, o algo por el estilo.

Miguel Hermoso es Luis Mejía, contrapunto ideal y a la altura de Tenorio. A ratos suelta los versos un poco apelotonados, pero su voz tiene la dureza y la malignidad necesarias. Muy bien resuelta (e iluminada por Pedro Yagüe) la escena del convento; muy bien la abadesa (Rosa Manteiga), quizás con un subtexto un poco alto a la hora de hacernos ver su ardiente pasado (también lo pillábamos) y justos toques de humor en la tornera de Raquel Varela. Funcionan el don Gonzalo de Juanma Lara (me sobran algunos gritos y su tortazo a la priora) y el don Diego de Francisco Olmo, con sus duras maneras de viejo capo. A Olmo quizás le falta un poco más de proyección vocal cuando dobla como escultor del mausoleo.

Da gusto volver a escuchar el texto de Zorrilla. No tiene la hondura casi metafísica del Don Juan de Molière, pero sigue siendo una pieza vibrante y entretenida

La violencia es un tanto tebeística al principio, en una Hostería del Laurel que está a un paso de garito heavy. No estaría mal limar la gestualidad feroche de Centellas (Alfonso Bergara) y Avellaneda (Alfredo Noval), que no obstante pisan fuerte en el último acto, así como la fatigosa sucesión de golpetazos en las mesas: los malos de verdad no gastan pólvora en salvas. Celebro volver a ver a Luciano Federico, un sinuoso Buttarelli, y me parecen rotundas y espléndidamente montadas por Kike Inchausti las peleas a cuchillo, así como las dos fulminantes muertes en la quinta.

Más buenas ideas: la reaparición de Tenorio, en el último tercio, ya puro antihéroe romántico, con levita decimonónica y tirando de petaca. Toda esa parte es muy difícil, porque el actor ha de ir subiendo en una misma tonalidad, megamaldita y casi tanguera, caído, culpable, alucinado, y todavía más chulo que un ocho, hasta llegar al delirio de la cena de Banquo, perdón, del Comendador. Y García-Pérez lo consigue. No le ayudan, por cierto, las máscaras, que más que fantasmas parecen Fantomas, y cuando se ponen danzonas bordean lo chirriante: para mí que más quietas hubieran dado más yuyu. Y hay un momento tirando a brechtiano en el que Tenorio baja al público y cuya razón no acabo de pillar. A Ariana Martínez no le iría mal que la apearan del contratexto y le permitieran sonreír un poco con benevolencia: al fin y al cabo está intentando salvar a don Juan por amor, aunque eso no encaje en los planes de Blanca Portillo.

Da gusto volver a escuchar el texto de Zorrilla. No tiene la hondura casi metafísica del Don Juan de Molière, sediento de absoluto, ni la sorna británica del poema de Byron. O del viejo burlador de Campoamor, una delicia a redescubrir. Ni es el artista de la mentira que imaginó Tirso. Pero sigue siendo una pieza vibrante y entretenida, pródiga en peripecias, con un verso ágil y vivísimo. Se comprende, una vez más, su perdurabilidad: no se la pierdan. Tampoco se pierdan La piedra oscura, de Alberto Conejero, dirigida por Pablo Messiez en la sala de la Princesa del María Guerrero, con Daniel Grao y Nacho Sánchez. Una joya de texto, de puesta y de interpretación, conmovedora de la primera a la última frase.

Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Versión: Juan Mayorga. Dirección: Blanca Portillo. Intérpretes: José Luis García-Pérez, Luciano Federico Marcos, Beatriz Argüello, Miguel Hermoso. Teatro Pavón. Madrid. Hasta el 15 de febrero.

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