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El alfabeto según Antón Lamazares

El artista gallego expone en México una obra con poemas y letanías escritas sobre sus cuadros en una lengua inventada

David Marcial Pérez
Antón Lamazares, en el Centro Cultural de España
Antón Lamazares, en el Centro Cultural de EspañaSaúl Ruiz

A finales de los setenta, la nueva ola de pintores contemporáneos españoles solía reunirse en la casa de campo de un conocido neurólogo a tomar café, charlar y jugar al futbol. Antón Lamazares, por entonces un jovenzuelo gallego recién llegado a Madrid, recuerda un gol que le marcó a Eduardo Chillida, el maestro de una generación anterior, que también participaba de aquellas veladas jugando de portero. “Iba a tirar un penalti y me puse de espaldas a la potería como si estuviera preparando el balón. Le dije: ‘eh, Chillida, qué’. Y entonces, ‘pa’, le pegué con el tacón y metí gol. Una de las cosas más importantes que hay en el futbol y en todo es la sorpresa”.

Lamazares (Pontevedra, 1954) ha seguido con el futbol -una de sus “grandes pasiones últimas”- y con la pintura. El rastro de su obra pasa por España, Francia, Alemania, EE UU, Japón, Siria, Turquía, Eslovenia o Panamá. Esta es su primera vez en México. El Centro Cultural de España acoge una de sus últimas producciones, una serie de 33 piezas donde se funde el discurso poético con el plástico.

Sobre superficies de cartón, brillantes y de una intensidad casi monocromática, el pintor ha escrito letanías en un alfabeto inventado: el alfabeto delfín. Basado en las 27 letras del abecedario occidental, Lamazares juega con la grafía latina, griega y de su propia cosecha para “conquistar un espacio poético de misterio y de belleza”; “ensanchar el mensaje estético y pictórico”, y en definitiva, “crear un alfabeto que responda a mis intereses”.

Lamazares juega con la grafía latina, griega y de su propia cosecha

–Mi A es un sexo femenino. El principio, el Alfa.

Antes de sus residencias en París o Nueva York, su principio está en Lalín, una pequeña parroquia rural de Pontevedra. “Vengo del campo, soy hijo de labradores, he trabajado de albañil. Me encanta tener un trato directo con los materiales”, cuenta el artista delante un cuadrado de tono oscuro con unas letras blancas cayendo como si fueran una cascada. La superficie del cuadrado, reluciente tras capas y capas de barniz, no es completamente lisa. Tiene abolladuras, marcas de las rodillas y los codos del pintor. “Cojo estos cartones, los clavo, aplico pintura industrial, los piso y hago lo que me dé la gana. En un lienzo no puedo hacer eso. Me gusta el arte tradicional, que esto sepa a vida de carpintero”

–La P es la llave del pecado, que abre y cierra la relación. La K es el pez, el símbolo de los cristianos.

Entre los nueve y los 14 años estudió en un internado de curas franciscanos, y hay algo de ese espíritu austero y escueto en sus obras. “Chateaubriand, que era cristiano como yo, decía que el arte necesita dos cualidades, belleza y misterio”. Otra de las piezas, de un azul oceánico, reza: “Y el cuervo señaló con el dedo la casa que está junto al puente / así es / así será / lo verá usted / cuar cuar cuar cuar cuar cuar”. Entre su lista de arrepentimientos destaca haber hecho el servicio militar en el 1975, “cuando no debía hacerlo”. Ese año, su amigo, el poeta Humberto Baena, fue una de las últimas víctimas de las ejecuciones franquistas.

–La L es un hombre que camina. La LL, dos hombres enfrentados.

Lleva los últimos diez años viviendo en Berlin. “Es una ciudad maravillosa, yo que no hablo alemán, hago lo que me da la gana”. A mediados de los noventa una revista de arte le encargó que entrevistara a Antoni Tàpies, uno de sus referentes. Le preguntó que si Paul Klee si consideraba primo de Dios, dónde se situaba él; a lo que Tàpies respondió que el ideal es ser Dios. “Meses después me lo encontré en una exposición. Estaba muy mayor, arrastrando los pies, se tira hacia mí y me dice: ‘sabes que no he podido pegar ojo desde que me hiciste la entrevista. Qué soberbio soy”.

–Mi Z es el corazón. El fin.

En otra de las piezas hay escrito un poema que García Lorca dedicó al torero Ignacio Sánchez Mejías, al que Lamazares ha añadido la última letra de su alfabeto. “Por las gradas sube Ignacio con toda su muerte a cuestas a las cinco de la tarde / corazón”. Esta vez el color del cartón es rojizo, con vetas achocolatadas. “Un aficionado taurino entendería perfectamente esta pieza. Lorca desde el corazón le canta a Sánchez Mejías y el torero por medio del corazón se identificaba con su poesía. El motivo siempre es el corazón, pero un corazón abierto, no es el del amor, es otra cosa”.

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Sobre la firma

David Marcial Pérez
Reportero en la oficina de Ciudad de México. Está especializado en temas políticos, económicos y culturales. Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en El País. Antes trabajó en Cinco Días y Cadena Ser. Es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y máster en periodismo de El País y en Literatura Comparada por la UNED.

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