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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Espíritu del tiempo

Marcos Ordóñez

Releo State of the Nation. Qué claras tiene Michael Billington las escuelas, las corrientes, las líneas maestras del teatro británico del siglo XX. Y qué difícil me resultaría hacer un libro de ese estilo. No ha de ser sencillo armar teorías, rastrear tendencias más o menos subterráneas en nuestra escena. Me costaría, por ejemplo, encontrar una obra de teatro que quintaesenciara los tiempos que estamos viviendo, en la estela, para citar tan solo dos espectáculos, de lo que supusieron Operació Ubú (1981), la joint-venture de Joglars y el Lliure, o Alejandro y Ana(2004), de Mayorga y Cavestany con Animalario.

A veces, el aire de una época suele darse por antítesis: The Producers, de Mel Brooks, fue un éxito masivo porque permitía huir del dolor por la matanza del 11-S. O lo atrapa una película: La maman et la putain, de Jean Eustache, fue (entre otras cosas) una crónica existencial del postsesentayochismo. Volviendo a la escena, sería razonable pensar que hay muchos públicos y, por tanto, habrá de reflejarles un tapiz de funciones, desde la comedia más ácida al drama más íntimo. Quizás, en definitiva, lo que mejor emblematice nuestra época sea el fervor mismo de seguir haciendo teatro, contra viento y marea. Quizás las obras no hayan de ser imperativamente de ahora mismo: montar El misántropo puede ser un acto mucho más representativo que elegir una pieza escrita al calor de hechos recientes. Quizás el espíritu de un tiempo se verá cuando ese tiempo haya pasado, lo que quiere decir que necesitamos perspectiva.

A veces, el aire de una época suele darse por antítesis, como ‘The Producers’, de Mel Brooks

Pero Billington consigue encontrar muchas obras clave en su teatro, y desde los años cincuenta, o más atrás. El título de su libro, State of the Nation (inédito en castellano) alude justamente a eso: el teatro como acta del estado de una nación. En el Reino Unido hubo siempre un teatro inmediato, de diagnóstico social, junto a un gran teatro “comercial”, acaudillado por gente como Coward o Rattigan, a los que muchos quisieron demoler, pero que Pinter, por ejemplo, reconoció como maestros. El tejido teatral británico es un legado, una tradición. Aquí, en cambio, me cuesta rastrear maestros y discípulos, pases de testigo. Pienso en Benet i Jornet, en Sanchis Sinisterra. O en la pedagogía y la apertura de códigos marcada, sobre todo en Cataluña, por Javier Daulte. Hay más nombres, por supuesto. Pero pienso también en demasiados escritores y grupos que fulguraron y enmudecieron, con el entusiasmo hecho trizas contra farallones de dificultad o de indiferencia.

Se dice que los nombres punteros de una generación tienden a ser enterrados por la siguiente. O por la crítica. O por el público. En todo caso, entre nosotros no acostumbra a cotizar en bolsa la palabra “continuidad”. También, desde luego, hay rupturas benéficas. En la obra de los jóvenes autores y autoras de hoy advierto una escritura mucho más libre y gozosa que hace veinte o treinta años, épocas que recuerdo marcadas (con las excepciones de rigor) por un formalismo excesivo, un cierto desdén por los espectadores, una tendencia hacia la abstracción y lo críptico. El retorno feliz del gusto por los géneros y su mezcla, por el juego, por el placer de la narración, bien puede deberse al cambio en las levas magisteriales, a una mayor frecuentación de las dramaturgias extranjeras (por medio de festivales y viajes) o al reverdecimiento de las series televisivas. (Continuará).

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