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EXTRAVÍOS
Columna
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Barroco

Las pinceladas grotescas, de grueso humor negro, con que traza Ulrich Seidl la trilogía 'Paraíso' recuerdan la soberbia paleta crítica del arte austriaco del siglo XX

Fotograma de 'Paraíso: Amor' de Ulrich Seidl.
Fotograma de 'Paraíso: Amor' de Ulrich Seidl.

Tres mujeres austriacas de hoy, de clase media, relacionadas familiarmente entre sí, con una conflictiva edad de tránsito, entre la crepuscular madurez y la primera adolescencia, se ven impelidas a buscar el paraíso terrenal, pero a través del cumplimiento de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad o el amor. Tal es el entramado inicial de la trilogía fílmica que realizó el controvertido cineasta austriaco Ulrich Seidl (1952) en su obra Paraíso (2012-2013), cada una de cuyas respectivas piezas se titulan, en efecto, Amor, Fe y Esperanza. En la primera, Teresa, una mujer en la cincuentena, con una hija de 13 años a su cargo, Melanie, parte de vacaciones hacia las turísticas playas de Kenia en busca del amor y se acaba enredando en el turbio y desazonante asunto erótico de la prostitución con los menesterosos nativos. En la segunda, Anna Maria, pariente próxima de la anterior y también en la madurez, emplea su periodo vacacional sin moverse de su lugar de residencia para, como buena católica, no solo a afianzar su fe con rezos y mortificaciones, sino con la sistemática evangelización de sus conciudadanos, aunque la insidiosa aparición de su exmarido, un disoluto egipcio inválido de fe musulmana, complica hasta lo insoportable sus piadosos planes. En la tercera, la antes citada Melanie, respectivamente hija y sobrina de ambas, que ha sido inscrita en un severo campamento para adolescentes con sobrepeso, trata de seducir con ambiguo éxito al apuesto médico de la institución, unos 40 años mayor que ella. Las tres, en fin, quedan frustradas en sus ilusos proyectos veraniegos, basados, creyentes o no, en las tres virtudes teologales citadas.

Esta inversión o reversión barrocas de los principios sagrados le sirve al ácido y mordaz Seidl para trazar un retrato demoledor de la sociedad austriaca actual

Esta inversión o reversión barrocas de los principios sagrados le sirve al ácido y mordaz Seidl para trazar un retrato demoledor de la sociedad austriaca actual, cuya luctuosa historia contemporánea refleja, a su vez, muy atinadamente, a todo el orbe occidental más desarrollado, tan opulento y nihilista que cifra sus más altas expectativas en los acotados puntos de fuga del puntual ocio vacacional. Las pinceladas grotescas, de grueso humor negro, con que traza Seidl las cuitas estivales de estas desventuradas, me recordaron la soberbia paleta crítica del arte austriaco del siglo XX, cuyo hiriente fulgor parece brillar más y mejor en medio de los sucesivos cataclismos de esta nación, que empezó la centuria como uno de los mayores imperios de nuestro continente y que, tras sobrevivir en el epicentro de dos guerras mundiales, muy desmedrada, ya no posee más que trasnochados y pervertidos ideales; en suma: como casi todos nosotros.

Recordando al respecto los sarcásticos dicterios de Karl Kraus (1874-1936), testigo de la hecatombe del Imperio Austrohúngaro, pero también a la colérica generación de la Viena de después de la Segunda Guerra Mundial, con Thomas Bernhard (1931-1989) a la cabeza, junto a Ingeborg Bachmann (1926-1973) o a Elfriede Jelinek (1946), entre otros radicales estigmatizadores de sus raíces identitarias, no puedo sino pensar en la desesperada reversión barroca con que Seidl desmonta los apocados presupuestos materialistas de la autosatisfecha sociedad austriaca del bienestar actual, en la que, insisto, todos hoy nos miramos con aprensiva devoción. El elíptico barroco católico, que tan bellos monumentos repartió por entre el inmenso territorio del antiguo imperio hasbúrgico, es acertadamente revertido por Seidl en su trilogía Paraíso, pero no sólo enfatizando genéricamente la vaciedad de lo vacacional, términos, por cierto, que tienen la misma raíz etimológica, sino también estableciendo una jerarquía en los pasos teologales que nos llevan al borde del abismo, pues el contumaz cineasta austriaco deja bien claro que, sin fe y sin esperanza, el amor es una ilusión irrisoriamente impracticable.

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