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'IN MEMORIAM'

El ladrón de recuerdos

Michael Jacobs, muerto hace un año, contactó con García Márquez para la travesía del río Magdalena. El viaje fue una metáfora de la memoria, un mundo de prodigios y peligros

Michael Jacobs (izquierda) y García Márquez, retratados por Daniel Mordzinski
Michael Jacobs (izquierda) y García Márquez, retratados por Daniel Mordzinski

Produce cierta melancolía leer lo que un muerto escribe acerca de un muerto que murió poco después de él, y más si ambos muertos tienen que ver con una ciudad y un río que acabas de visitar. La ciudad es Cartagena de Indias; el río es el Magdalena, que discurre desde el litoral del Caribe hacia el interior de Colombia, y los muertos son dos escritores, Michael Jacobs y Gabriel García Márquez. El río no discurre hacia el interior del país, naturalmente, sino que nace en el lejano altiplano, en la zona de San Agustín, y fluye hacia el mar formando infinitos meandros.

A Michael Jacobs la muerte le sorprendió demasiado temprano, en enero de 2014. Lo conocí en su pueblo, Frailes, situado en la sierra andaluza de Jaén, donde en cierta ocasión me invitó porque, al igual que él, yo había escrito un libro sobre España. Hispanista, historiador del arte, eterno viajero, excéntrico y despreocupado como solo pueden serlo algunos ingleses, un nórdico anglosajón de sangre italiana, judía e irlandesa, Michael se había afincado en ese pueblo minúsculo donde todo el mundo le conocía y donde había trabado amistad con un viejo soltero propietario de un molino de aceite, tal vez el último en el que se prensaba la aceituna de forma tradicional. Vivía en una pequeña casa situada en lo alto de una ladera en compañía, cómo no, de un vistoso perro y de una mujer que de vez en cuando venía de Inglaterra. En esa casa escribió sus libros, entre ellos un grueso volumen sobre la cordillera de los Andes que había recorrido de una forma harto aventurera de Norte a Sur, desde Venezuela hasta la Patagonia, un libro que fue para mí una biblia durante mi viaje por esas tierras.

En Cartagena, García Márquez era una presencia eternamente ausente, porque tenía ahí su casa, aunque vivía en México debido al ambiente amenazador que reinaba en su país

Su último libro, The Robber of Memories (El ladrón de recuerdos), empieza en Cartagena con su héroe, Gabriel García Márquez, del que había leído absolutamente todo. Michael era capaz de sentir admiración, eso queda claro desde las primeras líneas en las que describe su encuentro con el escritor. Una persona en un bar le advierte que García Márquez está sentado en un rincón al fondo del local. “Sigo recordando sus ojos tal como eran aquella noche, al principio aún brillantes, luego alternativamente meditativos, vacíos y fatigados, mientras seguía sonando la música que agasajaba al escritor con los vallenatos de su juventud caribeña. Durante un rato pensé que se había quedado dormido. Había dejado de mover la cabeza al ritmo de la música, sus párpados pesados parecían cerrados. Yo permanecí sentado frente a él, como un pupilo tímido lleno de admiración, sudando por la emoción y el calor. Fue entonces cuando me percaté de que no estaba dormido. Tenía los ojos entornados y me miraba fijamente con una especie de mirada interrogante, como si quisiera saber quién era yo. Por un instante tuve la impresión de haberme transformado en una versión joven de él mismo, mientras que él se había convertido en un cocodrilo que me observaba desde la orilla de un río tropical, somnoliento y casi invisible, pero con unos ojos que miraban más allá del agua turbia y que todo lo veían”.

En Cartagena, García Márquez era una presencia eternamente ausente, porque tenía ahí su casa, aunque vivía en México debido al ambiente amenazador que reinaba en su propio país. El gran hotel donde se alojan anualmente los escritores invitados al festival tiene vistas al poderoso baluarte construido en su día por los españoles para hacer frente a los saqueos de los piratas franceses, ingleses y holandeses. El baluarte se encontraba a unos minutos caminando de mi hotel. Subiendo una escalerita podía otear desde ahí el océano. Uno puede pasarse horas mirando y paseando por este lugar. La muralla que rodea media ciudad tiene en su parte superior la anchura de una carretera, con aspilleras cada tantos metros por las que en otros tiempos asomaban los cañones y donde ahora se sientan los enamorados. Aproximadamente a la altura de la casa de García Márquez se alza un monumento de aves marinas que se elevan al cielo y luego se sumergen en el agua. No hay mejor lugar para contemplar, a través de ese agitado vuelo de aves, la puesta de sol en el lejano Oeste. Si te das la vuelta, ves al otro lado la ciudad vieja con sus casas de colores y una angosta carretera donde se ubica la vivienda del escritor, una casa rojiza del color de la sangre reseca, imponente y majestuosa. Todo el mundo sabe que esa es su casa. Con frecuencia he visto gente frente a ella esperando en vano captar una imagen del autor. A modo de consuelo, aparece retratado en una gran fotografía colgada en el patio interior del gran hotel, no lejos de su compañero Vargas Llosa. Ambos escritores tienen vista al jardín del centro del patio donde el tucán de la casa vuela de un lado a otro como una bandera enloquecida que quisiera competir con las flores tropicales.

En ese territorio, el recuerdo de la “violencia” nunca está lejos. Su libro es testimonio del periodo más violento de la historia reciente de Colombia

En ese mismo patio interior del hotel Santa Clara encuentras El Tiempo, uno de los diarios colombianos en los que colaboraba García Márquez antes de convertirse en García Márquez. Póstumamente no puede uno evitar sentir envidia de los lectores de esos periódicos locales en los que él relataba todo lo que sucedía a su alrededor, una forma primaria de ese universo que más tarde conoceríamos como Macondo, un continente propio que él agregó al mundo existente, al igual que hizo su gran modelo Faulkner con Yoknapatawpha o más adelante Onetti con Santa María. Fútbol o ciclismo, acontecimientos locales narrados con claridad y agudeza, siempre con un ojo capaz de ver lo que los demás no ven, la magia en la vida cotidiana de las gentes, unas historias que en esa parte del mundo parecen brotar de los árboles y que las mentes sobrias de climas más fríos, donde la realidad carece de magia, han calificado como realismo mágico.

A ratos tengo la impresión de que su espíritu sigue rondando por ese lugar, de que en la plaza de Mompox lo veo sentado a la orilla del río

La primera vez que Michael Jacobs vio a García Márquez en persona fue en 2010. Había acudido a Cartagena para asistir al festival, pero también para preparar su viaje por el río Magdalena, que en su día fue la gran arteria de circulación de un país montañoso con pésimas carreteras y que hoy es apenas navegable. El río ha dejado de ser la gran arteria de comunicación entre el litoral y los Andes. Sus aguas están parcialmente estancadas, con meandros imposibles y vados y un transporte fluvial desorganizado. Y más al sur el río se ha convertido en una zona peligrosa por los enfrentamientos entre la guerrilla y los militares de derechas. El libro que Jacobs escribió sobre esa travesía se titula The Robber of Memories, no solo porque durante su viaje visitó un pueblo en el que se dan más casos de lo normal de enfermos de alzhéimer, sino también porque le perseguía incesantemente el recuerdo de su padre, un abogado inglés que murió de alzhéimer, además de la angustia que le causaba la demencia de su madre que habitualmente no le reconocía y a la que sin embargo intentaba llamar por teléfono de vez en cuando, también por temor a que le sucediera algo en su ausencia y se viera obligado a interrumpir el viaje. Su padre fue una persona que quiso ser escritor a toda costa, pero que carecía de talento para ello; la madre, una actriz italiana que había conocido a su padre en Nápoles después de la guerra. El recuerdo de los padres que han perdido sus propios recuerdos es una constante que atraviesa el libro, pero el tono del libro ya queda definido antes de iniciar el viaje, cuando en Cartagena se encuentra con García Márquez. En la gente que rodea al escritor, Jacobs percibe la excitación que les produce el hecho de que este haya regresado a Cartagena. El gran escritor está sentado al lado de un famoso poeta español. Pero los recuerdos de García Márquez también han sido robados. Ahí está él, envuelto en su ausencia como si fuera el centro de todo, pero sin pronunciar palabra, y lo primero que a Jacobs se le pasa por la cabeza es que ese hombre no es el escritor, sino alguien que se le parece, un doble que ha sido contratado para representarle en el gran festival. “Se parecía a una de esas estatuas vivientes que posan inmóviles durante horas para atraer la atención de los turistas o del público que está de compras. Apenas se movía, solo ligeramente cuando los inevitables admiradores se le acercaban con prudencia para pedirle una firma. Era como si hubiera regresado el Mesías. (…) Y mientras yo le miraba de vez en cuando en ese concurrido bar, de repente vi otra cosa. Descubrí en él la mirada que conocía de mis padres: una mirada un poco irritada e interrogante, como si estuviera deseando que desapareciera toda esa gente que le rodeaba, como si se hubiera dado cuenta, angustiado, de que no tenía ni idea de quiénes eran esas personas y lo que hacía en su compañía”.

Más tarde, cuando el bar ya está más tranquilo, alguien le presenta al escritor y le cuenta a este que el amigo inglés está obsesionado con el río Magdalena. García Márquez reacciona agarrando la muñeca de Jacobs con un puño de hierro y, sin soltarle, lanza una mirada interrogante a su hermano que está sentado a su lado. Finalmente se decide a hablar y dice que recuerda todo del río, absolutamente todo, los caimanes, los manatíes… En ese mismo instante regresa la música, y, como si alguien hubiera oído las palabras del escritor, suena la famosa canción del hombre que se transforma en caimán para participar en el carnaval de Barranquilla. Cuando el escritor se marcha, ya se ha hecho tarde. Pero antes de irse invita a Jacobs a visitarle algún día en su casa para hablar del río, una conversación que nunca tendrá lugar, pero que determina el tono del libro como una promesa fallida en un instante de lucidez. Jacobs regresa a Europa, pero esa breve conversación de aquella noche la conservará en su recuerdo, porque ve en ese encuentro una especie de confirmación de sus planes de viaje. Y cuando, un año después, ha llegado el momento de volver a Colombia para iniciar su travesía por el río Magdalena, Jacobs dispone de tiempo para pensar en su encuentro con el escritor. Después de pasar infinitas horas esperando un medio de transporte, al final aparece un barco de carga que debe transportar dos enormes grúas al interior del país. Jacobs embarca y emprende una travesía que será penosa y cómica a partes iguales. Como le sucede siempre ahí donde va, traba fácilmente amistad con la gente, incluso con la tripulación algo montaraz del barco. El convoy avanza con dificultad, el ritmo es lento, y además existe el temor de una intervención de la guerrilla en el siguiente trayecto, que se hará realidad cuando él haya abandonado el barco para continuar el viaje a pie y a caballo. Se topará con un grupo de hombres y mujeres de las FARC que le dejarán marchar, pero que al cabo de poco serán asesinados o apresados por el ejército. Recuerda los ojos de García Márquez, porque aquella noche había sentido como si aquellos ojos le atravesasen, como si el escritor hubiera leído todos sus pensamientos y le hubiera dado así su bendición para realizar esa travesía que él mismo ya no podía hacer. De este modo, el río se convierte para él en “una metáfora de la memoria, un mundo fantástico de prodigios y peligros, hacia territorios del pasado tan oscuros como luminosos, rumbo al manantial alto y lejano del Magdalena, en la zona pantanosa de las cordilleras de los Andes, a orillas del olvido”.

En ese territorio, el recuerdo de la “violencia” nunca está lejos. Su libro es testimonio del periodo más violento de la historia reciente de Colombia. Jacobs murió en enero. En Cartagena nos reunimos unos cuantos amigos para conmemorarle, y, una vez acabado el festival, me dirigí hacia la desembocadura del río en Barranquilla, la ciudad donde él gustaba de celebrar el desenfrenado carnaval. Desde la planta decimoctava de un bloque de apartamentos situado en el extremo de la ciudad podía ver la bahía como una llanura luminosa en la que desemboca el río Magdalena.

Más adelante, tras un viaje de un día en un coche destartalado, llego al lugar donde unas canoas sobre una pendiente cenagosa te transportan a la ciudad que él describió tan magníficamente, Mompox, la antigua capital colonial de Colombia ubicada en una gran isla en el río, solo accesible por agua. En el ancho río reina el silencio. Veo a lo lejos las tierras silvestres, las blancas garzas como signos de interrogación en las márgenes del río, las formas caprichosas de los árboles. A lo largo de la travesía me encuentro por todas partes con gente que conoció a Michael. Es curioso cómo una persona como él, esencialmente tímida, ha podido dejar tantos recuerdos. Todo el mundo quiere hablarme de él. A ratos tengo la impresión de que su espíritu sigue rondando por ese lugar, de que en la plaza de Mompox lo veo sentado a la orilla del río detrás de una botella de ron, meciéndose al ritmo de los vallenatos, una música alegre al tiempo que melancólica, historias cantadas por voces roncas que hablan de la tierra que él amaba. Más tarde, en el Museo Nacional de Bogotá, visito una exposición sobre el territorio hacia el que se dirigía, las míticas imágenes del valle de San Agustín, los rostros cerrados de una religión desaparecida, no lejos de la meta de su viaje, las serpientes de piedra e iguanas del parque arqueológico y más allá, a una altura de más de 3.000 metros, la laguna Magdalena, donde nace el río.

Traducción del neerlandés de Isabel-Clara Lorda Vidal.

The Robber of Memories: A River Journey Through Colombia. Michael Jacobs. Counterpoint, 2013. 273 páginas. 21,69 euros.

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